Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 1999 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces


Dice el poeta Manuel Machado en un soneto:
 
Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde. El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.

Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.

Varios aspectos son los que llaman la atención de estos versos: primero, la manera tan hermosa con que el día, el sol y el mar quedan personificados. El mar suspira, el día se resiste a dejar de existir, el sol se agarra angustiosamente de los acantilados, y el mar, al fin, devora la dorada frente del astro. La Naturaleza ha quedado así eternizada a base de rasgos humanos. Por otro lado, un aspecto que no puede pasar por alto es la acertada descripción que Machado ha conseguido partiendo de elementos cromáticos y auditivos. Al lector sólo le resta observar este atardecer como si de un cuadro se tratase, oírlo también cual pieza musical, y saborearlo sin prisa, aprisionando en el paladar y en la memoria las palabras utilizadas.

Supongo que la grandeza del arte radica en su carácter mágico, en su capacidad ilimitada para transmitirnos la belleza a partir de unos materiales concretos. Al poeta, en concreto, le basta la palabra para, con unos trazos rápidos, plasmarnos lo más sublime de la realidad cotidiana, y así dejarse y dejarnos conquistar por ella.

Quizá por este motivo, Manuel Machado termina así el soneto:
 
Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,

para mi amarga vida fatigada...,
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar en nada!

El poema, como vemos, da un giro impresionante. Se ha acabado el colorido deslumbrante, la descripción externa, cediendo todo ello el paso al paisaje interno y dolorido de quien antes ha sido espectador de lo ajeno. Los versos se han teñido de una adjetivación sombría y de unas reiteraciones destinadas a contagiarnos de melancolía. El poema ha resultado finalmente un cuadro repleto de claroscuros, como ese «pobre cuerpo dolorido» deseoso de olvidar y de dejarse llevar por ese mar.

Manuel Machado, poeta en gran medida olvidado, nos ofrece una lección magistral: la de saber observar con empeño y dedicación cada partícula de vida, y la de transformar en arte cuanto le llega gracias a la fuerza de la palabra. Y es que este mundo, al que realmente le sobra mucha verborrea innecesaria, todavía está hambriento de palabras verdaderas, las que no mueren ni hacen morir aquello que tocan. 

Claro que Manuel Machado era artista, y por ahí tal vez podamos justificarnos.






 

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