Era un suspiro lánguido y sonoro
la voz del mar aquella tarde. El día,
no queriendo morir, con garras de oro
de los acantilados se prendía.
Pero su seno el mar alzó potente,
y el sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió en las olas la dorada frente,
en una brasa cárdena deshecho.
Varios aspectos son los que llaman la atención de estos versos:
primero, la manera tan hermosa con que el día, el sol y el mar
quedan personificados. El mar suspira, el día se resiste a dejar
de existir, el sol se agarra angustiosamente de los acantilados,
y el mar, al fin, devora la dorada frente del astro. La
Naturaleza ha quedado así eternizada a base de rasgos humanos.
Por otro lado, un aspecto que no puede pasar por alto es la
acertada descripción que Machado ha conseguido partiendo de
elementos cromáticos y auditivos. Al lector sólo le resta
observar este atardecer como si de un cuadro se tratase, oírlo
también cual pieza musical, y saborearlo sin prisa, aprisionando
en el paladar y en la memoria las palabras utilizadas.
Supongo que la grandeza del arte radica en su carácter mágico,
en su capacidad ilimitada para transmitirnos la belleza a partir
de unos materiales concretos. Al poeta, en concreto, le basta la
palabra para, con unos trazos rápidos, plasmarnos lo más sublime
de la realidad cotidiana, y así dejarse y dejarnos conquistar
por ella.
Quizá por este motivo, Manuel Machado termina así el soneto:
Para mi pobre cuerpo dolorido,
para mi triste alma lacerada,
para mi yerto corazón herido,
para mi amarga vida fatigada...,
¡el mar amado, el mar apetecido,
el mar, el mar, y no pensar en nada!
El poema, como vemos, da un giro impresionante. Se ha acabado el
colorido deslumbrante, la descripción externa, cediendo todo
ello el paso al paisaje interno y dolorido de quien antes ha
sido espectador de lo ajeno. Los versos se han teñido de una
adjetivación sombría y de unas reiteraciones destinadas a
contagiarnos de melancolía. El poema ha resultado finalmente un
cuadro repleto de claroscuros, como ese «pobre cuerpo dolorido»
deseoso de olvidar y de dejarse llevar por ese mar.
Manuel Machado, poeta en gran medida olvidado, nos ofrece una
lección magistral: la de saber observar con empeño y dedicación
cada partícula de vida, y la de transformar en arte cuanto le
llega gracias a la fuerza de la palabra. Y es que este mundo, al
que realmente le sobra mucha verborrea innecesaria, todavía está
hambriento de palabras verdaderas, las que no mueren ni hacen
morir aquello que tocan.
Claro que Manuel Machado era artista, y por ahí tal vez podamos
justificarnos.