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EFECTIVAMENTE, es preciso, importante, no maldecir la vida
pensando que hay espinas entre las rosas. Porque se hace
necesario bendecir a Dios que puso tantas rosas entre las
espinas.
Y esto es tan cierto que hace que no podamos admitir, en ningún
momento, el educar al niño en el temor, entre otras muchas
cosas, porque a lo mejor es preciso aceptar como necesario «SU
TEMOR».
Aclaremos: es perjudicial y hasta desagradable que un niño tenga
que obedecer por temor a las brujas, al demonio, incluso al
purgatorio y a veces al infierno, que ya es el colmo...
Y no faltan veces en las que ¡HASTA A DIOS!
Todo ello demuestra lo importante que es criar al niño, sobre
todo en el AMOR... «Que aunque no hubiera cielo yo te amara / y
aunque no hubiera infierno te temiera», desde luego, y sobre
todo como la más maravillosa lección de cada día.
Este es un grito de amor, de ese amor preciso, necesario, con el
que debemos abonar los actos TODOS de nuestros hijos.
Aquel niño, como tantos otros que caen en la advertencia normal,
en el atolondramiento de sus juegos, de que si hace aquella
imprudencia peligrosa se hará daño, y el niño, con el
negativismo propio de su edad y con el añadido alocamiento de
sus juegos, llega a hacerse ese daño, desembocando en el lloroso
dolor de su traumatismo, no deja de oír de sus mayores, y lo que
es peor, muchas veces hasta de sus profesores: «Lo ves; castigo
de Dios, ¡por desobediente!» Naturalmente, en el alma de aquel
niño se irá grabando la imagen terrible de un Dios inmisericorde
y lo que es peor, ¡implacable!
Cometeremos con este niño dos errores: el primero, hablar al
niño de menos de cinco años de algo muy difícilmente
comprensible para él, que no tiene aún edad para comprender la
EXISTENCIA DE DIOS.
El segundo error es colocar a Dios como irremisible ejecutor
encargado de cumplir el castigo por algo que el niño nunca debió
hacer.
Y si no puede ser castigo de Dios el que un niño desobediente se
corte con un cuchillo, que nunca debió coger, como se lo
advertimos insistentemente, lo que se produjo por las torpezas
de sus reflejos y movimientos todavía sin madurar, tampoco
deberemos pensar que hasta ese niño pueda llegar amenazadora y
terrible al ascua llameante del demonio si recurrimos a este
otro motivo o amenaza o nos extendemos a amenazarlo con el
fantasma que se lo va a llevar y hasta el guardia uniformado que
lo puede meter en la cárcel... Que hay quien llega a estos
extremos, pasando por el «hombre del saco», tan socorrido.
Tener en cuenta que educar a un niño para el temor puede ser, de
forma absoluta, bien demostrada por la ciencia, semilla de
trastornos mentales para su edad adulta.
Frente a esos errores muy frecuentes, más de lo que pudiéramos
pensar, por desgracia, nos encontramos ya no con algo de lo que
no nos cansaremos de hablar y escribir, que el niño padece uno
temores que van evolucionando con su madurez cerebral. Y lo
traemos a cuento porque, precisamente, educar a los niños en el
amor, es buscarles y solucionarles estos temores de forma
directa y francamente positiva.
Educar los niños en el amor es llegar de la mejor forma, y de la
más eficaz, a esa tercera fase de equilibrio en el temor tan
justa y necesaria para la protección del niño por sí mismo.
Porque el temor normal en el niño pequeño es su protección ante
un daño y hasta, incluso, una posible lesión mortal. Entonces se
hace preciso saber hasta qué punto este temor es preciso
respetarlo, siendo en muchos casos el germen de la posible
prudencia del niño. Como el aviso de su Angel de la Guarda.
Efectivamente habrá quien ha visto o tiene recuerdos de su
infancia y de haber sido protagonista de posibles juegos tirando
piedras hacia arriba gritando (nosotros recordamos jugar y
compartir este juego cuando vivíamos en Algeciras). Tirar
piedras hacia arriba, gritando que «lo que cae del cielo no hace
daño», al recordarlo nos damos cuenta de lo importante que
hubiera sido para nosotros, entonces, y para nuestros amiguitos,
el que en aquellos momentos hubiéramos tenido todos un poco de
«temor», algo de esto tan protector a estas edades, y a todas...
Como lo sería para los niños que cuelgan en la trasera de los
tranvías y autobuses, que no faltan entre los más héroes y hasta
de los camiones.
Por eso BURT, en su libro titulado «The young delinquent», hace
muchos años que nos afirmaba: muchos delincuentes padecen no de
exceso sino de falta de temor, ¿no es sorprendente que el
Vaquilla, que acababa de escaparse de la cárcel hacía pocos
días, se dedicara a continuación, con la mayor ignorancia, a
atracar tiendas y bancos hasta que la policía inmediatamente lo
localizó y lo volvió a detener? ¿No es esto algo inconsciente,
llamativo y confirmador de estas afirmaciones de BURT?
Así llegaríamos a determinar que, algunas veces, la falta de
inteligencia y una debilidad anormal ante el temor, podrían ser
la mayoría de los orígenes de muchas delincuencias infantiles y
juveniles.
Si el niño normal, efectivamente tiene un temor «prudente», que
es fisiológico y seguramente preciso para los constantes riesgos
que lo amenazan y le pueden perjudicar, ¿para qué añadirle el
castigo lleno de crueldad, de falta de comprensión, de ausencia
de sentido común, de amenazas con miedos abstractos y absurdos
de cuentos para no dormir, persecuciones divinas, más o menos
justas y hasta venganzas diabólicas?
Sin olvidar de que el miedo en este mundo ha salvado muchas
vidas.
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