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El venturoso día en que la «inexpugnable» plaza de Gibraltar
regrese a la Corona de España, habrá que levantar un monumento a
sus pies -o tal vez un Panteón de sitiadores ilustres- para
recordar en él a todos los que -ignorados y conocidos- murieron
luchando por su justa recuperación. A todos ellos debe la Nación
española la ofrenda -en letras de oro- del reconocimiento por su
entrega a una causa justa, teñida, casi siempre, con la sangre
de la heroicidad y el sacrificio de la propia vida.
1779
marcará siempre un hito en la Historia de este siempre redoblado
afán español por traer al hijo que un día, por fuerzas extrañas,
fue arrancado de la casa del padre para ponerlo bajo un extraño
pabellón: 1779 será el año primero del último intento armado de
la Nación española para que en la Roca de Calpe ondee con todo
derecho la bandera de España. Frente a sus escarpadas laderas,
marinos y artilleros, poetas y estrategas, pondrán, a lo largo
del siglo XVIII, inteligencia, errores, ardor e ideales al
servicio de una causa que, como una herida, se hendía en el
costado sur de la piel de toro desde aquel 4 de agosto de 1704,
en el que una poderosa escuadra inglesa desalojaba del modesto
territorio a un puñado de desarmados andaluces. Desde entonces,
los intentos de expulsión del invasor del norte ponían de
manifiesto cómo el perdido Peñón no había caído en el olvido,
sino que seguía presente en el ánimo de los monarcas españoles
desde aquél que lo había perdido en dos ocasiones: la una, por
las armas de quienes apoyaban al Archiduque Carlos, su opositor
al trono de España; la segunda, en las páginas de un Tratado, el
de Utrecht, lleno de servidumbres políticas y comerciales para
la Nación europea que ejercía su poder colonial en los vastos
territorios del Ultramar americano. Ahí están para dar
testimonio de ello, los asedios de octubre de 1704 a mayo de
1705; el de 1727 y el último, iniciado en 1779 y que finalizaría
en 1783, siempre bajo el reinado de Carlos III.
Ahora, con el resurgir de una nueva España, era necesario
-obligado- preparar el Gran asedio, formar la más poderosa
combinación de tropas y de naves, dispuesta a una reconquista
que liberara al orgullo español de la humillante pérdida de una
parte de su solar patrio. El poderoso bloqueo, entrañaba, pues,
la gran esperanza de conseguir lo que por la diplomacia España
era incapaz.
No seria fácil, como es sabido, la consecución del sueño de la
Corona, secundada con entusiasmo por la milicia y el pueblo,
pues los sitiadores tendrían que ver ante sus propios ojos cómo
la flota del almirante Rodney entraba en la plaza fuerte el 22
de enero de 1780, llevando consigo parte de la escuadra española
del vicealmirante Lángara, derrotada días atrás bajo un fuerte
temporal, y cómo el 11 de abril de 1781 el almirante Derby
llegaba hasta el puerto gibraltareño con 28 naves de guerra y 96
mercantes en apoyo de los sitiados, facilitándoles armas,
granadas y coraje... Pese a tanta adversidad, las tropas
españolas no cejaron en el intento, continuando el sitio con
redoblado ardor para hacer suyo aquel inmenso Peñón que tenían a
tiro de ballesta, considerado por todos como una mancha en la
soberanía de España que había de lavarse como fuera.
El asedio duró hasta finales de 1783. Era el último asedio del
siglo y el último de la Historia de la usurpación inglesa de
Gibraltar. Es el último asedio el que ahora protagonizan
soldados relevantes, soldados anónimos, muchos de ellos muertos
como antorchas vivientes... Muchos no llegarán a ver el desastre
final, cuando las lanchas cañoneras ideadas por Barceló tengan
que cesar su fuego en el momento cumbre de la efectividad del
bombardeo español por destitución de aquél, su Comandante en
jefe, y a las famosas baterías flotantes del hidráulico D`Arçon,
insumergibles e incombustibles, incendiadas por las «balas
rojas» de los sitiados. 20.000 españoles perderán, una vez más,
la gran ocasión de recuperar el Peñón para España.
Entre los combatientes españoles por la reconquista del Peñón dc
Gibraltar, un gaditano, el Coronel Don José Cadalso, Comandante
de escuadrón del «Regimiento de Caballería de Borbón»; caballero
del hábito de Santiago, amigo de Nicolás Hernández de Moratín,
de Iriarte, de Meléndez Valdés, de Gaspar Melchor de Jovellanos,
formado en Cádiz, en Europa, en el Seminario de Nobles de Madrid
y en la milicia..., viviendo y saboreando el espíritu de la
Ilustración, de una ilustración vivida como poeta y como
escritor. El Coronel Cadalso, que ha luchado contra los vicios
de la sociedad en que vive con el ingenio y la pluma, ahora
lucha frente a Gibraltar, como Comandante de una de las baterías
más avanzadas. Todo en él ha sido equilibrado, moderado, menos
en el valor, que es manifiestamente impetuoso. No ha sido un
revolucionario, pero si ha pretendido ser, al menos, un
reformador para reformar a España, impregnándola de un nuevo
espíritu, más europeo, más «liberal». No tuvo pelos en la
lengua. «Jamás con versos inhumanos / héroes he de llamar a los
tiranos».
Cadalso morirá la noche del 27 de febrero de 1782, no sin antes
haberse burlado («Los eruditos a la violeta») de los falsos
sabios que, fingidores de ciencia y cultura, han ido, a lo largo
del siglo, apareciendo como una plaga en la Corte para
desparramarse por tertulias o saraos de la geografía española,
ocultando al auténtico, tímido y laborioso sabio. Ante el sabio
verdadero, el engreído «violeto», frente a una caterva de
desaprensivos, el militar-poeta nacido en Cádiz, que ha sabido
encontrar en Europa otros horizontes, donde el hombre de ciencia
tiene en las Academias su refugio y no en los salones.
En sus «Cartas marruecas» se definirá como «un hombre de bien
que ha dado a luz un papel (.) sobre el asunto más delicado que
hay en el mundo, que es la crítica de la nación», porque nada de
la España de su tiempo le es ajeno, nada escapa a su crítica, y
para ello atacará tanto al exceso libertino de las costumbres
como la parálisis social que inmoviliza a la Nación.
El Coronel José Cadalso morirá luchando por liberar de extraños
a un pequeño y agreste rincón español, usurpado ha tres cuartos
de siglo por almirantes de la siempre hostil Inglaterra, acaso,
recordando en los momentos previos al impacto que el primer día
del mes de enero de 1502, el padre del gran poeta Garcilaso de
la Vega había tomado posesión de la gran peña para Los Reyes
Católicos; rememorando, tal vez, la belleza y los besos de la
actriz María Ignacia Ibáñez (Filis, la de los ojos negros y el
cabello como el oro) que había representado comedias de Moratín
en ese Cádiz divertido y americano que es, como el bien sabe,
ciudad abierta no sólo al comercio sino al buen gusto. No por
otra razón se fundaría en la ciudad, en 1789, la «Real Academia
de Bellas Artes» y, precisamente, en un edificio señero, desde
el que vigías diurnos y nocturnos avizoran el Océano esperando
flotas y azogues: la Torre de Tavira.
Al Coronel Cadalso habría que aplicársele las mismas palabras
que él dio al Ben-Beley de sus «Cartas Marruecas»: «Su muerte
fue como el ocaso del sol, que es glorioso y resplandeciente y
deja siempre luz a los astros que quedan en su ausencia». El
gaditano José Cadalso dejaba en el sitio de Gibraltar el ejemplo
de una vida al servicio de las Armas (noble caballero) y de las
Letras (sentía lo que escribía): ambas, distintas e
independientes; ambas, en defensa de la Nación, de su integridad
física y de su integridad ética.
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