A veces pienso que todo tendría que inventarse de nuevo. Tenemos
tantos prejuicios, tantas etiquetas puestas, tantos tópicos
manoseados, que ello no hace sino equivocarnos una y otra vez.
Venimos a un mundo en el que realidades y personas aparecen ante
nuestros ojos como si de un supermercado se tratara: todo
dispuesto y colocado para su venta y distribución. Nos dicen qué
es lo malo o lo bueno, lo mejor o lo peor, como si no tuviéramos
la suficiente capacidad para averiguar y aprender por nosotros
mismos. Yo, particularmente, me niego a no creer en el individuo
y en su inteligencia. Me resisto a considerarlo todo de
antemano. Y me niego, por supuesto, a ser yo misma un producto a
etiquetar por los vendedores de un gran mercado.
En esta sociedad de modas y masas predispuestas a ser educadas,
deberíamos redescubrir el sentido de palabras tan maravillosas
como autenticidad y originalidad. Averiguar que cada día que
nace es distinto al otro, que nadie es exactamente igual a otro,
y que ni siquiera cada ser humano es inamovible en sus ideas y
forma de pensar o actuar, sería entonces nuestro gran hallazgo.
Sin embargo, creo que no nos suelen educar para ello. Claro que
quizá frecuentemente no queremos ser originales: es más cómodo
sentirse integrado en un grupo, pues de lo contrario, muy duro
habría de ser el esfuerzo por ser diferente.
Me gusta contemplar las vidas de aquéllos que han luchado por
ser como son, y que al mismo tiempo han tratado de analizar los
millones de realidades y matices que nos circundan. Realmente, y
en el fondo, estos grandes personajes son los que a todos acaban
por entusiasmarnos. Y no llamo grandes personajes simplemente a
los que han quedado para la posteridad, sino también a esos
seres anónimos que en un momento dado se han cruzado en nuestras
vidas dejando el testimonio de su grandeza y de su integridad.
La originalidad, reconozcámoslo, nunca pasa inadvertida; la
mediocridad, por su parte, no hace ningún favor a nadie.
Si creemos sin más que todo está inventado, si prejuzgamos
alegremente, si recibimos cada nuevo día como si lo supiéramos
todo de él, ¿para cuándo las ilusiones y los sueños? Si dejamos
que otros se tomen la molestia de reinventarnos a su modo, ¿para
cuándo la confianza en el hombre y en lo que cada uno puede
llegar a ser? Precisamente porque creo en la página en blanco
que significa el nuevo día, porque creo en el hombre, en los
sueños y en la originalidad, creo en la literatura, por ejemplo,
en quienes la hacen, y en el sabor que un libro lleno de
esperanzas deja en mi mano y en mi corazón.
De todos modos, bueno es también saber, que no por ser
originales y auténticos tendremos nuestro andar cotidiano limado
de contrariedades: quizá necesitemos de mayores fuerzas, pero lo
que ganemos en satisfacción habrá valido la pena sin duda.
Quitémonos, pues, las vendas, buceemos en lo que somos mientras
tengamos vida, mantengamos los ojos abiertos mientras la luz de
la vida nos toque de lleno. Sólo así tendremos la seguridad,
cuando nos llegue el final, de haber vivido rendidos al propio
misterio de la existencia.