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La cocina del restaurante estaba vacía, inundada por la nada
oscura y callada, impregnada de aceite pasado, rebozada en posos
apelmazados de harina marrón, lista para zambullirse y freírse
en la sartén de la rutina. Los goznes chirriaron, destronando la
tranquilidad, quebrando el silencio y la luz de los
fluorescentes desterraron sin remisión las tinieblas dulces del
sosiego. Pegándose al suelo grasiento, los pies rollizos de Mané
renqueaban uno tras otro, mientras él, con la voz entrecortada
por la asfixia, maldecía su curva de la felicidad. ¿Curva? Más
que curva era una cúpula enorme que le impedía verse los pies.
Si se le miraba de frente o a la retaguardia podía pasar. Pero
visto de perfil era lo más parecido a una interrogación.
Mané, trabajador como nadie pese a su sobrepeso, con sus
suspiros roncos, era puro nervio en sus dominios: era el rey de
la cocina. Todos los días llegaba el primero. Recibía
personalmente el camión con las viandas que previamente había
comprado en el mercado y chorreaba insultos a borbotones a los
listillos que intentaban pegársela. A él se la iban a dar. A él,
que había crecido entre fogones porque su madre -que en la Santa
Gloria estuviera- tuvo que ponerse a trabajar de firme, es
decir, con una paga y seguro, cuando el cabo primero que vino de
Vigo a hacer el curso a la Escuela de Suboficiales la dejó
plantada y preñada.
No tuvo otra opción, porque la señorita de la casa donde hacía
los medios días no podía tener bajo su techo a una chacha
airosa, pero como había sido muy leal y muy fiel la favoreció
hablando con el cura de la parroquia para colocarla en la cocina
de un bar muy formal. Entre pucheros, ollas y sartenes, creció
Mané. Su madre, a pesar de la deshonra, era diferente. Hablaba
despacio, vocalizando, de forma muy distinta al resto de los
ciudadanos, aunque sin perder el acento. Su voz sonaba acorde a
sus modales y su comportamiento era educado y elegante. Pero la
envolvía un halo extraño. Él advertía un no se qué, mas no
acertaba a dar con la clave.
Un día aburrido, un día de esos en los que la cocina estaba
tranquila, comenzó a contarle unos cuentos que había leído en
unos libros antiguos. En ellos descubrió a un cocinero muy
particular, pues guisaba para los titanes, unos seres
gigantescos que quisieron conquistar el cielo. Debido a su
tamaño necesitaban una alimentación especial. Manekempis -así se
llamaba el cocinero- era el encargado de prepararles las
exquisiteces que engullían para luego hacer digestiones de boa
constrictor tumbados a la sombra fresca de los árboles. Ella le
había llamado Mané en su memoria, pues siempre supo que su
varoncito sería del gremio. Le educó desde la ternura hacía lo
que le rodeaba, a lo que iba a ser parte de su vida: los
cacharros, el mimo a la hora de lavarlos, la caricia suave del
paño al secarlos. Le enseñó a oír la música de la caída libre de
una cascada de sopa caliente sobre un plato, a oler el
borboroteo lento pero incesante de un cocido, a batir con arte
unos huevos y volver en el aire una tortilla blonda, a poner
amor al amasar la base dc un pastel. Todo eso lo heredó de ella.
Mané había preferido ser lampista o cobrador de arbitrios, pero
la experiencia materna le demostró en más de una ocasión que no
pasaría hambre. Y se acomodó a su posición llegando a ser tan
conocido que los restaurantes se lo disputaron en más de una
ocasión por su buen hacer y su responsabilidad.
Una mañana mientras tomaba un café, escuchó el frenazo del
camión del mercado. De repente entró el marmitón gimoteando. Del
susto, Mané se atragantó y cuando se recuperó le sacudió una
serie de pescozones hasta sonrojarle el cogote. No era esa la
forma de hablar de la confusión. Al fin y al cabo, si en el
mercado habían cambiado el venado por el corzo, carne de caza
era y no existía mayor problema. Con todo el plantel alrededor
de la mesa de trabajo y sobre ella el cérvido, el cocinero dijo:
«Sabed, amigos míos, que el corzo el es príncipe de los bosques
pues está dotado con una virtud que sólo corresponde a los
pájaros. Es tan delicado que sus patas parecen no tocar la
tierra por la que brinca, dando la sensación de un vuelo muy
bajo -y batía los brazos llenos de argollas carnosas-. Por eso
hay que darle tratamiento de alcurnia: puede asarse al espetón
con un poco de sal, pimienta y un toque ligero de tomillo;
acompañarse con un buen vino, pan fresco y una seta o un
níscalo, pero, sobre todo, recuerden, el corzo es la carne de
caza que menos especias y salazón necesita, y ¡ay de aquél que
coloque mostaza en la mesa!» «¡Bravo -exclamó un vozarrón
acompañado de palmadas-, bravo! -repitió.»
El dueño, quien había oído la disertación, exclamó: «Mi querido
Mané, no sabía yo que tenía de encargado a todo un especialista
del arte culinario!». Mané no pudo articular palabra. No sabía
qué era eso. ¿Qué habría querido decir? El arte culinario. ¡Qué
mal sonaba! ¿Acaso sería...? ¿Era esa la forma elegante de
insultarle? Y encima le estrechó la mano y le dio la
enhorabuena. ¿Acaso él también era... del arte culinario?. No se
atrevió a contestarle por temor a perder el trabajo, sin
embargo, sintió que su interior grasiento se derretía, se
encogía haciendo zozobrar su ilusión y su amor por la cocina. Se
sumió en una depresión tan profunda que le hizo perder más de
treinta kilos.
Muchos años después, durante el banquete celebrado por su
jubilación, el marmitón, que ya había ascendido a oficial, pero
para él seguía siendo el pinche, tomó la palabra a los postres.
Alabó su profesionalidad, su afán de aprender, de enseñar, de
probar cosas nuevas, en suma, «maestro, es usted un fuera de
serie en el arte culinario, o lo que es lo mismo, en el arte de
guisar».
Mané, entre sorprendido y confuso, no pudo evitar la carcajada.
Tanto tiempo soportando el peso de un insulto que nunca existió.
«¡Valiente lila soy!», pensó. Los elogios del oficial
continuaron: «...y para terminar, todos debemos emular a tan
insigne gastrónomo. He dicho.». Mané levantó de pronto la
cabeza. ¿Gastrónomo? «¡Ah, no. Yo no me paso el resto de mi vida
tragándome el disgusto! Ahora mismo me explicas, maldito, lo que
has querido decir!» y sacó al muchacho del comedor tirándole de
una oreja mientras los demás participantes del condumio
carcajeaban sin parar.
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