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Jugar no es vivir ni la vida es un juego, porque, a
diferencia de los juegos, la vida no trae instrucciones y, si
pierdes, lo pierdes todo. Los juegos, animales o humanos, de
balón o de mesa, con apuesta o sin ella, educativos o no, o como
quiera que los entendamos y clasifiquemos, son parte de la vida,
pero no dan más sentido a la vida ni acercan a la felicidad.
¿Para qué servirán entonces?
La gente de hoy piensa que el trabajo no dignifica al hombre y
que, por eso, es la única actividad que precisa de remuneración
para querer realizarla. Creemos que el único tiempo con sentido
y dignidad, el tiempo donde somos nosotros mismos, es el tiempo
de ocio. Y, dentro de este tiempo, los juegos son un posible
tipo de actividad a realizar. Jugar es, por tanto, un modo de
acción que no se dirige esencialmente a la remuneración, sino
que antepone otra serie de valores como son el riesgo, la
habilidad, el ingenio, la suerte, etcétera. Es un trabajar que
no es trabajo y, en vez de que nos paguen, pagamos por jugar.
Ojalá el trabajo pudiera jugarse. Ojalá encontrásemos placer en
lo que hacemos. Pero es imposible. El horario, la
responsabilidad, la rutina... trabajar no es jugar, ni tampoco
vivir. Puede que se salven esas profesiones que se dicen
vocacionales: ser médico, escritor, sacerdote, pintor, maestro,
torero... ¿Puede? No sé. Al principio, sí. Seguramente, en
muchas otras ocasiones. Pero no siempre. Por naturaleza el
trabajo es un rollo. También sería un rollo que nos obligasen a
jugar al parchís, por ejemplo, cuarenta horas a la semana. Es
lógico.
Este criterio de distinción entre el juego y el trabajo implica
que los jugadores profesionales no juegan: su cuenta corriente
depende de su habilidad y preparación y, por tanto, jugar, por
ejemplo, al fútbol es para el futbolista trabajo . En cambio
jugar por jugar está bien: cuando te apetece lo haces y cuando
no, paras (excepto los ludópatas, que son adictos al juego). Se
juega libremente, sin acoso ni responsabilidad. Dicho de otro
modo, el jugador no es el que soporta el estrés que provoca el
juego, sino aquél que lo busca porque, por una vez, el peligro
no es real (o sea, que no es un peligro peligroso) En la vida
real el estrés sirve para sobrevivir a los peligrosos peligros
que nos acechan: es un estar atento que nos salva el cuello.
En los juegos el cuello es virtual y la supervivencia no entra
en la apuesta (la ruleta rusa, convendrán conmigo, es un juego
para el que apuesta, no para el que juega ). La vida es seria.
Los juegos sólo distraen, que ya es bastante.
Es bastante porque jugar por jugar sirve para olvidar (y no
provoca resaca). Cuando jugamos desaparece todo lo que no es el
juego. El pasado y el futuro pasan a segundo plano y sólo
atendemos a lo que estamos haciendo. Por eso es bueno jugar: es
como unas vacaciones de nuestra vida. Sí señor, jugar es irse de
vacaciones . Y por eso el juego pertenece al tiempo de ocio y
sirve para descansar del trabajo. O como dicen los mal hablados,
es una actividad de esparcimiento (como si uno se pudiera
esparcir).
¿Irse de vacaciones? Puede. Pero, ¿y los niños?, ¿huyen de algo?
¿acaso trabajan tanto que necesitan jugar todo el día? (Veo que
mi tesis está en peligro y que hay que mejorarla: a eso dedican
su tiempo los filósofos, tengan estudios o no). El juego
infantil consiste en un entrenamiento en capacidades motrices o
intelectuales, tales como saltar, correr, recordar nombres y
palabras, etc. Los niños imaginan que una nube parece un
cerdito, imitan a los adultos, se esconden para saberse buscados
por alguien, pintan, tocan todo lo que pueden y se lo meten en
la boca y demás cosas por el estilo. Lo suyo es un entrenar
divertido, a diferencia de lo que ocurre en el mundo adulto, en
el que ya se ha perdido la frescura de un aprender que es por
mera curiosidad o por puro exceso de vitalidad. El niño no se va
de vacaciones ni huye. Entonces, ¿hace algo serio?, ¿es trabajo
lo que hace? Sigamos avanzando, a ver a dónde llegamos...
Divertirse. Eso es el juego. Un juego que no divierte no es un
juego sino algo serio. Y jugar sirve para descansar de la
seriedad y gravedad de una vida que, como diría Ortega y Gasset,
se nos da, pero no se nos da hecha, sino que cada uno tiene que
hacérsela, cada cual la suya, desde la libertad y la
circunstancia. Vivir y jugar son actividades complementarias,
como dormir y estar despiertos: se duerme para vivir despiertos
y se vive despierto para tener buenos sueños; paralelamente, se
vive para tener algo sobre lo que jugar y se juega para aprender
a vivir... ¡Eureka!
El adulto juega para olvidar la seriedad de la vida y el niño
para aprender la seriedad de la vida. Estamos hartos de verlo:
la niña que acuesta el muñeco no se toma a broma su juego.
Vamos, que se enfada si alguien zarandea sus miembros de
plástico. Para ella es algo serio. Pero también juega, porque el
muñeco, al no estar vivo, no corre peligros reales. Así es cómo
el juego infantil es a la vez serio y divertido, olvidar que la
vida es frágil y tratar a un pedazo de plástico como si
estuviera vivo. Es un intento de estar serios donde no cabe
seriedad.
La pérdida de la inocencia consiste en un darse cuenta de lo que
es serio y lo que no. Es un deslindar ambos terrenos. Quien
juega con fuego acaba dejando de jugar, acaba llorando. Como
ocurre con esos adolescentes que no ven lo serio que es ir a la
escuela o la adición al tabaco o el consumo de alcohol o la
práctica del sexo. No lo ven y son inocentes, hasta que un día
llegan a la conclusión de que todo esto es muy serio y, de
repente, se vuelven adultos responsables. Y ustedes dirán: ¿Cómo
hacer que mi hijo deje de jugar?, ¿cómo hacer que se dé cuenta
de lo seria que es la vida?
Bueno. Yo también me lo pregunto. Sólo puedo decir que
regalarles una Play Station no es la respuesta.
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