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LA VOZ GENIAL DE UN VITALISTA |
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Este noviembre, en que el otoño tomó cuerpo definitivamente,
caliente para algunos, templado para los de siempre, se
cumplieron treinta años de la muerte de Ignacio Aldecoa, y en
esta España conmovida y recelosa, a medias entre el miedo y el
tedio, seguramente nadie recordará la suya entre tantas otras,
nadie se acordará de un escritor español hoy que las planas de
la prensa literaria se abren tan generosamente a los exegetas de
autores extranjeros.
Pocas veces, como en el caso de Aldecoa, la vida de un escritor
fue tan consecuente con su obra. La muerte de Aldecoa -desatenta
e inesperada- significaba la ruptura de un «proyecto» además de
la desaparición de uno de los narradores más honestos del país.
Aldecoa, tan vitalista, tan lleno de vida, tan ejemplar en su
modo de asumir la difícil aventura de «ser» escritor en España,
había declarado en 1954: «La literatura es una actitud ante la
vida, no un medio de vivir». Su memoria que con el tiempo cobra
medida y peso, está claro que no ha menguado desde su muerte,
tal como algunos pensaban, tal como otros temíamos. De su obra
nadie podrá decir, por tanto, que se halla en trance de ser
recuperada porque, nunca perdida, presente cada día, ni los
nuevos estilos, ni los nuevos modelos, ni la nueva literatura de
consumo le afectaron demasiado en vida, ni mucho menos hoy, al
cabo de los años.
Aldecoa es el mejor cuentista que la literatura española ha
producido en este siglo. Escribió muchos cuentos, y de los
buenos. En los ocho libros que publicó, levantó Aldecoa un mundo
riquísimos de observación de la vida española de su tiempo, de
solidaridad con los perdedores, con quienes padecen la historia
y de desprecio por quienes la ejecutan. En una entrevista
Aldecoa señaló que la preocupación por lo social «es la base
fundamental de mis obras, pero pretendo también que tengan
calidad literaria, hálito poético y expresivo adobo». Y añadía:
«Supongo que soy un escritor social, porque tengo preocupaciones
de carácter social, y aunque no las tuviera también lo sería,
porque toda la literatura es social». El proyecto de Aldecoa,
quebrantado y roto por la muerte, se apoyaba básicamente en la
realidad española; España como preocupación y experiencia vital
informará toda su narrativa desde los primeros poemas y cuentos
de universitario bohemio y rebelde en Salamanca, hasta su última
novela, Parte de una historia, publicada en 1967.
Ignacio Aldecoa nace en Vitoria el 24 de julio de 1925 y murió
en Madrid el 15 de noviembre de 1969. Estudia Filosofía y Letras
en la Universidad de Madrid. Siendo vasco de tierra adentro,
admiraba de los vascos la vocación marinera. Le hubiera gustado
ser viajero incansable con la literatura al hombro, silencioso
navegante solitario. «Era febril -nos contaba Carlos Edmundo de
Ory- sediento de vida y voluntarioso. Recuerdo, sobre todo su
estampa vertical, su garbo... Era alegre, simpático, no dejando
ver tristezas».
Años antes de 1950, Ignacio había publicado algunos cuentos en
revistas universitarias; después, un cuento de Aldecoa, era una
insoslayable realidad literaria de primer orden, que, además de
contribuir poderosamente a la revalorización del género, le
instalaba en una zona de difícil acceso a la improvisación y al
efectismo. Porque sus cuentos eran, como entonces empezaba a
pedirse, «literatura social» y neorrealismo, por la difícil
senda de hacer radicalmente protagonista a criaturas antes
adjetivas en la narración: al hombre mismo: La honradez vasca de
Aldecoa se ponía de manifiesto tanto en la autenticidad del
testimonio, de la verdad contemplada, como en el estilo, a la
realidad que se propone desvelar.
Aunque publica dos libros de poesía, Todavía la vida, en 1947, y
Libro de las algas, en 1949, su primera novela, El fulgor y la
sangre, no aparece hasta 1954 y es ya una obra madura,
controlada, sobria, precisa, que se apoya en varios años de
dedicación severa a la escritura (poesía, narraciones cortas).
Se ha hablado del «clasicismo» de Aldecoa. Se debe ello tal vez
a que en Aldecoa domina la objetividad, una sabia distancia
entre el narrador y lo narrado y lo que se ha llamado
«perfección formal», así como, temáticamente, su atención a
vidas y hechos que, por lo general, habían quedado fuera del
campo de mira de la novela de posguerra. «Lo que se mueve, sobre
todo -decía Aldecoa-, es el convencimiento de que hay un
realidad española... que está casi inédita en nuestra novela».
Se inscribe así Aldecoa en una vieja tendencia de la novela
moderna que intenta ocuparse de lo que Unamuno llamaba
«intrahistoria», cuyos antecedentes más cercanos bien podrían
ser algunas narraciones del mismo Unamuno o del Baroja, de, por
ejemplo, Vidas sombrías. Así, en El fulgor y la sangre las
angustiadas meditaciones de las mujeres de los guardias civiles
aparecen, paradójicamente, como parte de un cotidiano vivir al
margen de la sociedad, del mismo modo que el duro y peligroso
trabajo de la pesca en altura -esencial en la sociedad, pero
llevado a cabo por hombres de cuya existencia sólo en el puerto
de origen se tiene conciencia- aparece narrado en Gran Sol
(1957), desde la perspectiva de la cotidianeidad, de la
monotonía del trabajo y del peligro. En este sentido parece
aceptable establecer una relación entre Aldecoa y Sánchez
Ferlosio en cuanto iniciadores de un nuevo «objetivismo». Parte
de una historia, es una ensimismada crónica de la nada,
narración del mar sin mar y abrumador viaje al vacío. En esta
novela su estilo alcanza la apoteosis.
Aldecoa no pudo sacar adelante la novela Los pozos, con la que
se cerraba su trilogía de la España inmóvil, aquella que
iniciara con la Guardia Civil, El fulgor y la sangre, y que
continuaba con los gitanos de Con el viento solano, que después
llevaría al cine su amigo Mario Camus.
La generación de Ignacio Aldecoa es la generación del medio
siglo, esa que se está haciendo ese año de 1952, cuando José
Manuel Caballero Bonald, un joven poeta jerezano, conoce por
Carlos Edmundo de Ory, a Aldecoa, «y lo conocí en esos
ejercicios itinerantes de tasca en tasca a los que Ignacio era
tan aficionado». «Fuimos una generación -insiste Caballero
Bonald- de mucho vivir y de mucho beber».
«El era un vitalista tremendo -contaba Josefina Aldecoa, su
mujer-, pero a la vez se destruía conscientemente. El sabía que
no podía beber ni fumar, y lo hacía, a pesar de esa úlcera
sangrante». Aldecoa vivió, eso sí, dedicado a la literatura
todas las horas de su existencia, cuando vivía, cuando bebía y
cuando reía. Teniendo muy presente, además, aquella frase de
Ortega: «La vida, como la moneda, hay que saber gastarla a
tiempo y con gracia».
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