No pudo ser, Eduardo, la guadaña,
que iguala a todos, ganó la batalla
frente a nuestra oración a Aquel que marca
el momento final de todo humano,
el flujo y el reflujo de las olas,
el eterno brillar de las estrellas,
el orto y el ocaso de los días,
el horóscopo cierto de la vida.
Ese Dios, que no quiso darte hijos,
quizá porque pensó que eso era poco
para llenar tu corazón inmenso,
y en múltiples pedazos repartieras,
-latido tras de otro- en los sobrinos,
que siempre te tuvieron como el lazo
que uniera tanto esqueje que ha brotado
formando los laureles en tus sienes,
con la suerte de estar acompañados
por esas dos mujeres de alto temple,
que alegraron tu vida con su entrega
en momentos de penas y alegrías.
Ese Dios al que, ahora, en nuestra pena,
quizá lo tacharíamos de egoísta
por quererse rodear de los mejores,
dejando a los demás purgar los fallos
de un valle lacrimógeno, enzarzados
en cosas pasajeras, discutiendo
por votos, por escaños, por dinero,
por envidias, malgastando la vida.
Y mira, hermano mío, qué paradoja:
Mientras tu barca anclaba en la otra orilla,
y, aún caliente tu cuerpo, lo bajaban
allí, en el panteón, bajo una losa,
cuando le presentabas tu bagaje
al celestial portero -¿era San Pedro?-,
y así te convertías en abogado
de los litigios nuestros, aquí abajo,
mi hijo Enrique, por una parte alegre,
por otra con los ojos anegados,
me dijo ante la tumba: El tío Eduardo
tiene otro compañero aquí en la tierra.
Porque acaban de darme la noticia
que el examen (aquel que me faltaba)
está aprobado. Justo el mismo día
que él también confirmó su asignatura.
Ahora, Eduardo, que tienes todo el tiempo
sin precisar reloj que lo controle,
te entretendrás buscando a las personas
que, antes que tú, cruzaron la frontera
y llevaban tu sangre, o te quisieron.
Al encontrarse, sólo con miraros,
recordaréis los años transcurridos,
y os fundiréis en fraternal abrazo,
porque, ¡tendréis que hablar de tantas cosas!
El qué y el cuándo, el quién, el cómo, el dónde,
serán motivo en las conversaciones
al comentar los temas actuales.
Tus cuatro hermanos, muertos de pequeños,
asistirán con ojos avizores,
y los otros, Arturo, Juan, Alfonso,
formarán, ya contigo, el gran cuarteto,
para jugar, quizás, una partida
del juego -el dominó- que te agradaba,
y, sonriendo, haréis nuevos proyectos
encaminados siempre a protegernos.
Y al fin dirás: Pensáis que yo me voy,
que me marcho, es verdad, mas no me ausento,
pues si en cuerpo mortal lejos estoy,
aquí en el Cielo, más cercano os siento.