Hemos crecido en edad, condición y nostalgia reconociendo
siluetas, ideando perfiles, recordando horizontes. Así el monte
Abantos, atardeceres de El Escorial, una lontananza al Noroeste,
la sierra poniéndose azul oscura y luego parda y después negra
bajo la noche. Así el Abantos, una altura símbolo en la sierra,
que uno recuerda haber ascendido en adolescencias montañeras,
mochila con saco de dormir y latas de conservas a la espalda;
diario de poemas y libros de Neruda en los bolsillos laterales
del macuto. Así el Abantos. Era hermoso, aventurero, hacer vivac
entre los pinos, acampada libre los sábados, sin prisa; sentir
el roce de la escarcha y el vuelo noctívago de las rapaces sin
sueño de ojos amarillos.
Llega un momento, una edad, una época, cuando la adolescencia
baja de las montañas y abandona las roquedas de la Pedriza igual
que las alturas del Abantos. Los sábados, entonces, pasan en un
valle de comodidad y sofá, haciendo deporte popular, corriendo
de vez en cuando sobre el asfalto doméstico. Llega un momento en
que abandonamos el Abantos, lo hacemos recuerdo y lo miramos
bajo la luz pálida de los días iguales. Nos queda, sin embargo,
ese relente con olor a conífera, el sonido de los animales
nocturnos y el perfume de los enebros en los sueños. Nos queda
la añoranza que siempre es dulce como posesión, como pasión por
lo que sabemos hemos vivido.
Ahora, en un verano de fragua y horror, se han quemado los
pinares del Abantos; el recuerdo se ha incendiado y el paisaje,
bramido de llamaradas, nos ha devuelto la idea frágil de la
hermosura. El desastre es ecológico -sobre todo- pero lo
sentimos personal y cercano, por eso nos duele más. Conocíamos
esa silueta, esa Naturaleza de cuando entonces. Los años la
conservaron en su marco de postal, en un idilio impecable
con/tras los siglos de piedra del Monasterio de El Escorial.
Pero un verano simple, tozudo y caluroso, un verano que ha
devuelto la especulación urbanística a su dimensión más
rastrera, ha terminado quemándonos un monte que tanto
reconocíamos, tanto habíamos vivido.
Ya no será lo mismo. Jamás. Otearemos su lejanía/perfil y
reconoceremos el sombrío eco que la nombra. El Abantos, tras el
fuego, ha perdido esa lujuria natural que nos hizo
excursionistas de sus sendas. El fuego nos ha arrebatado gran
parte de la luz verde de su paisaje, dejándonos también
calcinados y silenciosos como la ceniza.