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De un portal de piedra gris sobresale la oscura palma de la
mano de un pobre. Su ropa, renegrida, no se sabe si parece vieja
porque está tan sucia o parece sucia porque está tan vieja. A
nadie le importa cómo se llama, ni siquiera a él mismo, porque
no le queda en el mundo quien necesite nombrarle.
El antepasado noble de su vieja indigencia fue una niñez
humilde, cuando su ropa sucia olía a barro y a hierba y por sus
manos vacías corría la esperanza. Entonces el río le daba de
beber, era la tierra quien le calzaba y, cada día, el sol le
regalaba reflejos de caricias; las ramas del árbol de cualquier
huerta le mostraban el camino hacia el alimento y un mendrugo de
pan era el manjar más sabroso, porque venía de la mano de su
madre. La vida le sonreía con complacencia natural y humilde,
igual que a los pájaros del cielo.
Todo aquello quedó lejos. Un día se hizo hombre, hizo un hatillo
con sus ilusiones y se trasladó a la ciudad que hoy lo acoge.
Desde entonces, su hogar es una escalera que para él ni sube ni
baja; de noche, la rigidez de una manta de cartón cubre su sueño
y come cuando cae algo en un cubo de basura y los gatos no se le
adelantan.
La vida pasa ante él por el escenario de una acera concurrida y
la gente le parece de otro mundo. La sonrisa de una niña con
zapatos de charol, la altivez de una señora enfundada en un
abrigo de piel, el griterío jovial de un grupo de jóvenes...
Todo para él es un mundo de ciencia ficción.
El invierno es lo más duro, pero sabe que lleva consigo guardado
el regalo de la Navidad. En Navidad, la gente recuerda que Jesús
también fue pobre; lo sacan de un cáliz de oro y pedrería, lo
bajan de altares vestidos de encaje, lo desnudan del brillo de
iglesias y catedrales y lo llevan a su pesebre de paja, al calor
del aliento de una mula y al humilde amparo de unos pastores.
Quizá, la generosidad puntual del espíritu navideño cubra con
algunas monedas su mano vacía, y, muy pronto, en un cubo de
basura, hallará un pedazo de turrón rancio que surgirá de algún
armario en donde quedó olvidado desde el año anterior. En pocos
días, una caja brillante le regalará miguitas de mazapán junto
con la sorpresa de una figurita marcada por las huellas de los
dientes de un niño. El mundo se volverá más compasivo y le dará
como limosna alguna sonrisa velada, perdonándose a sí mismo la
indiferencia del resto del año.
Jesús fue pobre, pero fue tanta la riqueza que legó al mundo que
debemos estar agradecidos por ello; fue de su ejemplo del que
heredamos la sabiduría del amor y de la generosidad, de la
humildad y de la compasión, y estamos en deuda con él; por lo
tanto, es nuestro deber de cristianos recordarle con lujo y
alabanza y llenar su casa con nuestros mejores tesoros para que,
desde su cruz, sepa lo mucho que le amamos. En Navidad le
demostramos nuestro amor y agradecimiento de forma diferente;
nos parece el momento propicio para recordar vagamente aquello
que dijo Jesús cuando hablaba del prójimo: «Recordad que lo que
a ellos hagáis, a mí me lo hacéis...». Por eso intentamos
celebrar la Navidad con una buena disposición de ánimo; frenamos
nuestra prisa cuando pasamos frente a él, nos acomodamos las
bolsas de los regalos para poder extraer del bolsillo la vuelta
del billete del autobús, y casi nos atrevemos a mirarle a los
ojos cuando dejamos las monedas en su mano sucia. ¡Cómo
agradecerá Jesús nuestra sonrisa compasiva! Nos verá pasar por
la acera desde su portal de piedra, y como decía que su reino no
era de este mundo, quizá le parezcamos personajes de ciencia
ficción.
En Nochebuena, sentiremos más compasión que nunca cuando veamos
en las noticias el hambre y la miseria dibujada en las caras de
los niños del tercer mundo, o congelada en la muerte de un
vagabundo que no sobrevivió a la helada nocturna; todo ello nos
recordará que Jesús también fue pobre y alzaremos los ojos al
cielo dando gracias a Dios por tener delante nuestro buen plato
de cordero; después de la Misa del gallo, cuando echemos en el
cubo de la basura las sobras de la cena más especial del año,
cuidaremos de dejar a la vista el turrón entero que nos sobró
del año anterior, y la caja brillante con la muestra de una
figurita de mazapán mordida por los dientes de nuestro hijo.
Porque la Navidad nos recuerda que Jesús quiso que le viésemos
en el pobre, y, si está de nuestra mano, los buenos cristianos
deberíamos hasta espantar a los gatos para que no se adelanten a
comerse las sobras...
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