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En todas las familias hay un cuñado imbécil, que estorba en las
reuniones y estropea las celebraciones... Tito bajó las manos
dejando que el suplemento dominical reposase sobre sus rodillas.
Se quitó las gafas, las acercó a su boca en un gesto instintivo
y, mientras mordisqueaba una de sus patillas, pensó en la
realidad de lo leído.
Él también tenía un «cuñado imbécil» que lo estropeaba todo.
Hacía quince años que no se dirigían la palabra y, si coincidían
en alguna celebración en casa de los abuelos, los padres de
Tito, ni tan siquiera se saludaban.
La tensión venía de muy lejos. Distintos pareceres les llevaron
a distintas conclusiones. Las disputas por un mal negocio, que
iniciaron juntos, dieron origen a reproches subidos de tono y la
exigencia, por parte de César, de unas responsabilidades de las
que Tito no estaba obligado a responder, ni moralmente, fue la
causa del distanciamiento y de la enemistad pública y
manifiesta.
El artículo que Tito estaba leyendo se refería a las
celebraciones íntimas y emotivas que se organizan en Navidad.
Relataba las situaciones violentas que a veces se presentan en
esas comidas o cenas, por culpa de la imbecilidad del «cuñado
imbécil». Situaciones que casi siempre están alimentadas por los
alcoholes y se manifiestan, más o menos incontroladas, en
función de la cantidad que de éstos ingieren los comensales.
Siguió leyendo y se encontró, en el último párrafo, con un
consejo: Sería muy conveniente provocar, en los días previos a
la fiesta, una reunión informal y en pequeño comité, con el fin
de tantear el ambiente y las posiciones personales...
Volvió a quitarse las gafas y volvió a mordisquearlas, quedando
como ausente. Al poco rato, dirigiéndose a su mujer, que también
leía acomodada en el otro extremo del sofá, dijo:
-Cariño, escucha un momento, te voy a leer un párrafo de éste
artículo.
Y comenzó: «En todas las familias hay un cuñado imbécil...»
Ella sonrió con cierta malicia y dijo:
-Es gracioso, además tiene razón, aparte de tu cuñado, en mi
familia ya sabes que pasa lo mismo con Merche, es una bruja.
Los dos se rieron y Tito, de pronto, hizo una pregunta:
-Este año toca en nuestra casa ¿verdad?
-Sí, ya lo sabes. Contestó ella.
-Perfecto -continuó él-, ya lo he decidido, llamarás a mi
hermana y aunque haga tanto tiempo que no coincidimos en ninguna
fiestecita, esta vez daremos el paso y les invitamos a todos. Se
quedará de piedra, pero mis padres me lo agradecerán, siempre
esperan un gesto de acercamiento de alguno de los dos y voy a
hacerlo yo.
-¿Estás seguro, Tito? ¿No es un poco precipitado? Deberíamos
pensarlo algo más, no sea que lo estropeemos del todo.
-No, ya verás como no pasa nada, además, peor que ahora no
pueden estar las relaciones, solo falta que nos liemos a tiros y
eso no va a pasar.
Se pusieron en marcha y, a los dos o tres días, Tito y su
hermana se vieron a solas tomando un café en un bar próximo a su
casa.
Pasaron de puntillas por encima de la historia que provocó la
ruptura familiar y ella planteó la conveniencia de que fuese
Tito quien llamase personalmente a César para invitarle. Tito se
negó.
-Mira, si he dado este paso, es para intentar suavizar las
cosas, no creas que va a ser una cena con cohetes y castillos de
fuego, será, o al menos así lo pretendo, una simple cena de
Navidad en familia. Nosotros os recibiremos en nuestra casa con
la mayor normalidad posible, y si César y yo no tenemos mucha
conversación no tiene que pasar nada, no debéis nadie estar
pendientes de nosotros. Si es así, quizás con el tiempo podamos
volver a juntarnos todos, aunque solo sea en fechas señaladas,
¿no te parece? Así es como yo lo he planeado, normalidad,
normalidad y normalidad.
-No sé -dijo ella-. A César le gustaría que le llamases.
-No lo haré -insistió rotundo Tito-, ya te lo he dicho. Tengo
bastante con recibir a tu marido en mi casa y creo que la
conversación por teléfono sería contraproducente, porque si noto
o intuyo un tono duro o dice alguna cosa fuera de lugar, se
acabó. Sigo pensando que es mejor encontrarnos y darnos la mano
con un... ¡hola!, ¿cómo estás?
Dos o tres días después seguían sin respuesta y comenzaron a
pensar que su hermana, sus sobrinos y, como no, su cuñado «el
imbécil», no estarían con toda la familia en la cena de Navidad.
Insistieron por tres o cuatro veces en la invitación, recibiendo
inconcreciones y evasivas y un día, al fin, la hermana de Tito
confirmó la asistencia de todo su clan.
Llegado el día, todo estaba preparado. Los aperitivos, las copas
de Martini para los cócteles, la mesa elegantemente adornada...
Todo engalanado para la ocasión.
Y fueron llegando, los abuelos, el hermano con su mujer e
hijos... los últimos, quizás queriendo no llegar, la hermana de
Tito, sus dos hijos y el «cuñado imbécil». Todos fueron
besándose y Tito dejó para el final a César, como buscando el
que todos estuviesen pendientes de aquel apretón de manos, como
si necesitase público o testigos. Y así fue. Se acercó a él, tan
despacio como pudo, sorteando a los que de pie aún se besaban y,
recibiendo la mirada de toda la familia, extendió su mano
ceremonioso y le dijo: ¡hola!, ¿cómo estás?
César apenas le miró a la cara, contestó por compromiso y Tito,
girando media vuelta sobre sus talones, rompió la escena
sonriendo a los demás.
-Qué casa mas bonita -dijo su hermana- en las fotos que nos
enseñó mamá no parecía tan grande.
-Pasad, si queréis os la enseñamos. Seguidme.
Sólo les siguieron la hermana de Tito, sus hijos y César, éste
por compromiso, ya que no le importaba nada la casa de Tito. Los
demás la conocían perfectamente, pues era normal que pasasen
allí algunos fines de semana.
Tenía dos plantas y un sótano. Era un chalet normalito, pero
decorado con gusto y, por el hecho de estar perdido en el campo,
resultaba envidiable.
-Poneos unas copas -dijo Tito al resto de la familia-, enseguida
venimos.
Aquel desfile lo iniciaron las mujeres, luego los chicos, y
Tito, dejando pasar a César delante de él, se quedó el último.
Recorrieron la casa despacio; ellas comentaban cada uno de los
muebles, cada una de las tapicerías, deteniéndose en todas las
estancias como en meticuloso registro. César no hacía
comentarios, Tito tampoco, sólo le observaba.
Una vez repasada la casa metro a metro, bajaban por la escalera
desde el piso alto para ver el sótano y la bodega. Bajaban como
habían subido. Ellas delante y Tito, el último, seguía de cerca
a César.
De pronto cayó. César rodó peldaño a peldaño por la amplia
escalera, arrastrando en su descenso a uno de sus hijos cuyas
piernas y brazos se le enredaron por el cuerpo.
Gritos, lamentos y sollozos, llegaron al salón mezclados con el
estruendo de los cuerpos al caer. El chico se levantó quejándose
de una mano, al parecer estaba rota, y Cesar permanecía inmóvil
al pie de la escalera, con las piernas un par de peldaños más
arriba y la cabeza girada y escondida debajo de su pecho. No se
movía, la baba le asomaba por la comisura de los labios y sus
ojos, llenos de indignación y odio, no se apartaban de Tito.
Alguien quiso levantarle pero los demás se lo impidieron.
Llegó la ambulancia después de media hora de angustia, durante
la cual, César permaneció inmóvil y babeando. El estridente
sonido de la sirena al partir rompió el silencio de aquellos
montes. Con él iba su mujer, los demás les siguieron hasta el
hospital, cada familia en su propio coche.
Nunca se recuperó. Un golpe en la cabeza le dejó mudo y las
lesiones en su columna vertebral le mantendrían completamente
paralizado por el resto de sus días.
Ya por siempre la familia entera se lamentaría del desgraciado
accidente. ¡Qué mala suerte! -Se decían-.
Pero César, en la consciencia que le restaba, tenía grabada la
zancadilla.
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