No sé qué gran vacío
provoca en mí el ladrar
de ese perro lejano
que, en la alta madrugada,
escucho en el silencio
misterioso del campo.
Es un toque de alerta
que me mantiene
vigilante en la cama
de ni chalé.
También es la conciencia,
hecha voz, soledad
cargada de tristeza,
que me llama en la noche
y que es vela y tormento.
Rescatado el silencio
(tal vez quedó el perro cansado),
alzo por un momento, sorprendido,
los ojos a la luna,
en su cuarto menguante,
o a las estrellas
que, desde la ventana,
de par en par abierta,
estoy, mudo, mirando.
Y, mientras, me pregunto,
esclavo de la duda:
¿dónde acaban los sueños,
dónde comienza el sueño?