Si no fuese porque también algún día iba a sentirme
favorecido pensaría que todo fue un sueño. Porque, ¿cómo iba a
ser yo tan afortunado? ¿Cómo una muchacha tan estupenda podía
solicitar mi ayuda? Pero era a mí a quien se dirigió y no a
otro, por lo que empecé a soñar en aventuras.
-No tengas recelo ni miedo -pidió-. Me fijé en ti porque pareces
un chico bueno y deseable. No te ofrezco pasarlo bien conmigo
sino que pido un poco de tu compañía. ¡Estoy tan sola en este
mundo!
Pensé que si aquello era un plan se vería con el tiempo. La voz
de la muchacha no descubría ningún engaño, parecía sincera. Era
la voz de una chica pidiendo protección.
Desechada la posibilidad de vérmela con una prostituta, adelanté
mi mano hacia la suya.
-¿Es esto un juego? -pregunté.
-No es ningún juego. Me llamo Rosa y estoy tan sola que si no
encuentro un amigo en quien confiar me volveré loca. Necesito
conocer esta ciudad. ¿Quieres ser mi cicerone?
Era una pregunta extraña y un tanto estúpida. ¡Llevarla a
conocer la ciudad! ¿Tan difícil era conocerla?
Pensé que se trataba de una propuesta extraña. ¡Las mujeres se
las saben todas para engatusar a los infelices como yo! Y,
aunque no era un hombre cualquiera, yo tampoco estaba sobrado de
valentías. Pero, fuese cual fuese la verdad de sus palabras, no
iba a cohibirme por un échame allá estas pajas.
-Ea -dije. Siempre digo ea cuando tomo alguna decisión
importante-. Ea, te acompaño.
Y emprendimos el paseo. Conozco tanto mi vieja ciudad que sólo
con ver los adoquines de la calle puedo diferenciarlas unas de
otras, conocerlas, darle el nombre exacto. Pasamos tres horas
paseando, hasta que el cansancio pudo más que su curiosidad y
pidió un descanso. Nos acercamos a una cafetería. Y allí me
contó su historia. Las cosas que me contó en media hora fueron
tantas que necesitaría casi un día para transcribirlas. Me contó
del malnacido de su marido, que la dejó con cinco hijos.
¡Narices! ¿Estaría loca la chiquilla? ¿Cómo podía ser madre de
cinco niños, tan joven todavía? Dejé que contara, yo le decía
que amén, que la creía y que su marido era realmente un
malnacido.
¡Las cosas que me contó la infeliz! Y yo la escuchaba como quien
oye llover, absorto en sus bellos y azulados ojos. Y cuándo me
dijo que estaba acechando a un hombre que la salvase de la
barbarie del esposo ausente, me pellizcó la rodilla y sonrió,
feliz y complacida.
Empecé a darme cuenta de que la aventura era demasiada aventura
para mí, y le dije que se hacía tarde y que debía ir a la
Universidad a recoger unos títulos y conocer unos créditos. Ella
no me creyó porque, aunque mi voz lo decía, el tono con que lo
dije no convencía.
-Pensarás que me ofrezco con demasiada rapidez -aclaró-. ¡Estoy
tan sola ¡Mi vida es tan absurda!
Dejé unos segundos de silencio antes de hacerle la pregunta: -¿Y
tus hijos? ¿No son una buena compañía para ti?
-¿Mis hijos? ¡Yo no tengo hijos!- gritó.
Con su confesión di en que esa Rosa estaba como una cabra.
-Pues te dejo -le informé-. En la Universidad cierran pronto. Y
la dejé.
Y, después, también en esta soledad en que me encuentro, pienso
si no hubiese sido interesante seguirle la corriente.
¡Estoy tan solo en este mundo! Por otra parte, ¿importa a nadie
nuestra locura?