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¡Qué callada vas! Te hemos traído al Cádiz de tu infancia y
no nos cuentas nada de lo sucedido por estos barrios en aquellos
tiempos. ¡Anda, cuenta una de tus historias!
-Corrían los penosos años cuarenta cuando se produjo un sonado
atraco en una librería de estas estrechas calles gaditanas. No
me vayas a preguntar el nombre de la calle, que el
establecimiento estuvo desahuciado por todos los comerciantes «gaditas»,
que se negaban a alquilar un garito con aquel infortunio en su
pasado, y no es mi intención reavivar el suceso. Y si lo que te
preguntas es si podía tener algún interés económico por aquellos
tiempos una librería, y de libros viejos que era, te voy a sacar
de la duda relatándote la historia tal y como sucedió.
Una lluviosa tarde del mes de diciembre estaba la dependienta,
una joven de veintitrés años, muy amante del mundo de los
libros, sentada entre dos montones de volúmenes y liada en una
pequeña manta mientras leía el maravilloso conjunto de cuentos
árabes Las Mil y Una Noches. De repente, entraron en su, hasta
entonces, rincón de los mil sueños, dos jóvenes pescadores con
un aspecto desharrapado que delataba la penuria que sufrían.
Supo en seguida que eran dos pobres hombres de la mar, porque
podéis imaginar sus pintas y el olor tan desagradable que
emanaba de su mugrienta vestimenta. Margarita, que así se
llamaba la joven, se extrañó de ver a esos dos humildes hombres
entrando en una tienda de libros viejos, pero empezó a salir de
su caliente rinconcito para atenderles, y cuando levantó su
cabeza se quedó espantada al ver los mortíferos resplandores de
las afiladas navajas que empuñaban aquellos dos andrajosos
personajes.
Imagínate tú lo que debió pensar, una joven de esa edad, que
querían esos dos hombres asalvajados por la miseria. Menos mal
que enseguida uno de ellos dejó conocer su intención:
«¡Muchacha!, danos el libro ese de Los Duros Antiguos.» La chica
se quedó de piedra. Hubo un momento en el cual pensó que se
trataba de una broma de mal gusto, tan disparatada le pareció la
petición, pero tras ver que a las caras de los atracadores no
les cambiaba el rictus de su expresión, pensó que estos hablaban
muy en serio. Dejando caer al suelo el libro que leía y la manta
con que se tapaba, se dirigió a marcha forzada a desarmar el
amontonado escaparate para poder sacar el libro que le pedían.
La operación a realizar se presentaba laboriosa, porque la obra
en cuestión debía llevar años pegada a los cristales y, poco a
poco, se habían ido apiñando gran cantidad de libros en la parte
trasera del expositor.
Margarita sólo era duda y perplejidad, ignorando la oculta
intención que podía mover a un atraco de aquellas
características. Cuando la chica consiguió asomarse a la ventana
del escaparate rezó por ver a alguno de los siempre pesados
clientes del «guichi» de la esquina, pero, como suele ocurrir,
cuando se desea no se consigue ni lo que nos atormenta todos los
días. Se contaba que hubo uno que salió a la puerta con su
vasito de vino para mirar la lluvia, pero al ver la desencajada
cara de Margarita tras los cristales haciendo muecas con la boca
y los ojos para que el viejo adivinara el peligro, éste le sacó
la lengua y se volvió para dentro del bar.
Cuando tuvo el requerido libro en las manos, y viendo su escaso
valor, asomó por la mente de la joven que el libro había sido
una excusa estúpida y que cuando se volviera estarían los dos
esperándola. La chica contó que hasta pensó en saltar por los
cristales, pero el miedo a destrozarse la cara se lo impidió.
Así que, pretendiendo aparentar aplomo y coraje, se volvió a los
dos hombres diciéndoles: ¡Aquí tienen su libro! Uno de ellos se
apresuró a cogerlo con ávidos ojos, como el que atrapa un
tesoro, pero el otro le frenó la mano y murmuró con sorna:
«¡Pero si tú no sabes leer!» Empezó en ese instante una alocada
discusión que dejó sentada a la chica en el fondo del
escaparate. Uno hablaba de que el dinero era a partes iguales,
el otro aseguraba que él lo administraría, y los dos perseguían
ser los portadores del volumen, pero empezaron a ver tanto
engaño en sus míseras intenciones que la brillante navaja de uno
de ellos acabó alojándose en el delgado vientre del contrario.
No sé yo lo que te puede entrar por el cuerpo en circunstancias
como esa, pero el miedo envalentonó a Margarita que de un salto
bajó de su entronada posición y voló para la calle en donde
clamó y lloró presa del pánico. Los primeros que entraron en la
librería se encontraron al herido yacente en el suelo y al otro,
sujetándolo por la cabeza, lamentándose por no saber qué le
había ocurrido, por no entender la cólera tan odiosa que le
había oprimido el corazón hasta hundirle la navaja en sus
adentros. Así estuvo durante toda la hora que tardó en llegar la
policía que tuvo que armarse de fuerza para poder separarlo del
cuerpo del amigo.
La librería no volvió a abrir sus puertas y, como ya os dije, el
establecimiento estuvo cerrado durante mucho tiempo hasta que
desapareció la horrenda sombra de este trágico hecho. La chica,
pese a su amor a los libros, cuentan que ya no quiso nunca más
venderlos, e incluso se llevó un tiempo soñando que eran
realidad todas las historias que leía en las novelas.
El libro en cuestión era de un autor gaditano, finalista de un
concurso literario, que relataba una historia paralela al
descubrimiento de los duros antiguos en las playas de Cádiz.
Contaba que aparecieron en la playa sólo los reales que se le
escaparon a unos pescadores que habían encontrado unos cofres,
repletos de ellos, enterrados en unos corrales de pesca por unos
piratas que naufragaron a mediados del XVIII frente a las costas
gaditanas. Narraba la novela, porque así lo quiso el escritor,
que los pescadores se llevaron monedas para vivir cómodamente el
resto de sus vidas, pero que no llegaron a desenterrar todo el
producto de la piratería que, todavía, permanecía escondido en
el litoral gaditano. En busca de este suculento botín iban los
dos pobres hombres que atracaron la librería pensando que, con
las medidas del lugar que daba el relato, ellos, conocedores de
la zona, podrían encontrar el tesoro. Nunca se supo quién les
había hablado de la existencia del libro, el pescador preso dije
que un comerciante le contó la historia a su amigo, y que el
hambre, y no la mezquina avaricia, les llevó a buscar datos más
exactos de lo sucedido.
-Tata Carmen, ¿acaso fue verdad esto que nos estás contando?
-Como fue verdad para el pescador la historia que le contó el
negociante. ¿Acaso tú no lo has vivido en tu imaginación?
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