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Hacerse la picha un lío es casi imposible por la falta de
longitud y destreza. Sin embargo, esta frase popular se utiliza
para describir a quienes son incapaces de dominar los conceptos
y razonamientos más básicos, o de quienes muestran torpeza en el
manejo de los objetos cotidianos.
El tema no es gracioso en absoluto. Más bien lleva a la
compasión y a la tristeza más desoladora. Usted y yo compartimos
la suerte de poder comprender y manejar las cosas con suficiente
claridad, pero ahí fuera hay personas que no pueden, que se
atoran, que no alcanzan, que, por ejemplo, no llegan a
distinguir una palabra aguda de una esdrújula, que nunca
llegarán a hacerlo. Nosotros salimos del vientre de nuestras
madres con cada cosa en su sitio, funcionando, con inteligencia
mediana y con posibilidades de prosperar. Otros nacieron torpes,
disminuidos respecto a la media, sabedores de su limitación y,
por ello, con el corazón roto y la esperanza hundida. Ellos no
comprenden nada básico, pero tienen sentimientos y aspiran a ser
felices. Por sus venas la sangre es roja como la suya o la mía.
Esconden su condición y se enfrentan a la burla con el gesto
roto de ira y hundido a la vez. Su letra es torpe, como sus
pasos al caminar. Las manos no siempre son firmes para nadie,
pero en su caso, cada plato roto es un recuerdo de lo que son,
de las burlas de los otros, de lo que más temen en el mundo.
Hoy estoy corrigiendo exámenes. Es un día triste para mí. Hoy
miro la cara de mis alumnos: su letra, su sintaxis, su
ortografía, su reflexión... veo lo que trabajan y lo que no
entienden, veo su pasado escolar, su carácter caligráfico, sus
torpezas, sus bobadas y sus luces. Y recordando cómo visten,
miran, andan y hablan, me parece saber más de ellos que ellos
mismos. Y sabiendo por qué experiencias pasarán, adivino más
cosas, sobre todo teniendo en cuenta que soy aún lo bastante
joven como para no sentirme extraño a su cultura adolescente. Y
conociendo todo esto, sufro más por quienes nacieron algo
limitados, y admiro más a quienes muestran carácter decidido,
aprueben o no. Y justo, a medio corregir un examen, me detengo a
pensar y entristezco al comprender la mala fortuna de alguno
que, sabe Dios por qué, nació y creció con las alas rotas.
Lo que no dicen los exámenes, lo que sólo puedo intuir, es que
las alas rotas lo son más del espíritu que de la materia. La
expectativa de fracaso y el rendimiento nulo no se explican
exclusivamente desde la limitación mental. Hay algo más. Hay una
franca y cruel desesperanza que elimina sus, ya de por sí
mermadas, posibilidades. La limitación somática puede superarse
con valor, voluntad y apoyo. Pero la burla, los reproches y la
incomprensión son lo cotidiano. Finalmente parece que las
heridas los vuelven susceptibles de modo que, a menudo, toman el
halago sincero por cinismo y la ayuda por vejación.
Ellos se hacen la picha un lío... y yo... yo sufro y se me
encoge el corazón por la compasión. Pienso que no debería ser
tan dura la carencia de habilidad, como tampoco lo es, de hecho,
ser más inteligente de lo normal. Ninguna de estas
circunstancias es para avergonzarse. Cada uno es como es y todos
somos personas. Reducir lo que uno es a un conjunto de notas de
la escuela o de habilidades caseras resulta un insulto para
nuestra condición de seres humanos. Debemos centrarnos en el
esfuerzo, no en la condición con la que nacemos, que es siempre
inmerecida.
Nuestra sociedad tiene miedo a la torpeza. Ese miedo se llama
competitividad y se supone que nos ayuda a progresar, a ser
mejores. Pero ese miedo es malo, como todos los miedos. La
competición es hermosa cuando es lúdica, cuando no somos
nosotros mismos los que entramos en la apuesta. Hay algo que no
debería estar en juego: el respeto a la persona.
Nuestra sociedad es hija de la sociedad griega, que fue cruel en
muchos aspectos. Es hija de Atenas y también de Esparta, de esa
Esparta que renegó de los malformados y los torpes. Nosotros
también llegamos a veces a la eliminación física y sistemática,
compartimos el mismo espíritu: la masacre nazi, la guerra en la
antigua Yugoslavia, la expulsión de los judíos de la España
medieval... ¿quieren más ejemplos? Está claro: aún vivimos en
Grecia, somos helenos.
Actualmente muchos miran hacia Oriente en busca de un espíritu
alternativo capaz de reconciliar la variedad de los hombres. Se
me ocurre que podríamos aprender de la India, de su respeto por
la condición de cada cual, de su comprensión de la variedad
humana, que hay castas y que es bueno que así sea. Su sociedad
no elimina al débil, aunque, ciertamente, tampoco le proporciona
medios para prosperar. Nosotros sabemos que es cruel determinar
la casta de cada uno sólo por la familia donde nace. Pero esta
crueldad, una vez reconocida, no puede hacernos daño. Por el
contrario, reflexionando sobre ella, deberíamos darnos cuenta
que la cultura hindú ha dado una mala solución a cambio de
plantear un problema real que había sido eliminado en nuestra
cultura helénica, a saber: que no hay arquetipos de perfección
con los que determinar si alguien es mejor o peor, que cada uno
es como es y que todos somos personas. En la India han visto el
problema que supone integrar lo peor con lo mejor en una misma
humanidad básica. Nosotros hemos ignorado el problema, saltando
directamente a un planteamiento reduccionista de principio: que
no todo el mundo es hombre, que algunos no llegan a este ideal,
que, quizá, nadie puede llegar nunca a ser hombre y que esta
imposibilidad es nuestra caída original (concepto tomado del
judaísmo y que nos hace, además de griegos, judíos de pura
cepa).
Hoy, en un mundo que aspira a ser humano y no caer en los viejos
errores, tenemos una Declaración Universal de los Derechos
Humanos. En esta declaración asentamos algunas de las verdades
básicas que todo el mundo debería compartir. En especial, que
cada uno es como es y que todos somos humanos . Sin embargo, la
misma sociedad que defiende esta verdad, continúa cultivando la
competitividad más feroz. Sigue alimentando el sueño de una
humanidad perfecta, de un modelo de hombre que no es real y que
nunca podrá serlo. ¿Hasta cuándo? ¿Cuándo comprenderá la
humanidad que la tierra prometida no existe? ¿Cuándo se aceptará
tal y como es? Por otro lado, ser hombre significa no darse por
satisfecho con lo que somos: ésta es una de las mejores virtudes
de nuestra especie y la única que nos separa de los animales.
Cómo hagamos que coexistan esta verdad y la anterior (que todos
somos igual de humanos) es la tarea específica del siglo que
viene.
Ya veremos qué pasa.
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