Dice Valle- Inclán que hay tres modos de ver el mundo artística
o estéticamente: de rodillas, en pie o levantado en el aire.
«Cuando se mira de rodillas- afirma- se da a los personajes, a
los héroes una condición superior a la condición humana, cuando
menos a la condición del narrador o del poeta (...)
Hay una segunda manera, que es mirar a los protagonistas
novelescos como de nuestra propia naturaleza, como si fuesen
ellos nosotros mismos (...).
Y la otra tercera manera, que es mirar el mundo desde un plano
superior y considerar a los personajes de la trama como seres
inferiores al autor, con un punto de ironía (...). Y esta
consideración es la que me movió a dar un cambio en mi
literatura y a escribir los esperpentos».
Efectivamente, Valle-Inclán inauguró mediante el esperpento un
nuevo modo de sentir y observar el vivir de la realidad española
del momento. Leyendo, así, Luces de Bohemia, una atina a pensar
que este gallego de Pontevedra poco bueno podía atisbar de esos
ambientes de la noche madrileña que, por ridículos, sólo
merecían ser retratados mediante la caricatura y la deformación
más absurda. Y realmente consigue el propósito de transmitir al
lector este profundo rechazo de un entorno desolador.
Todo este planteamiento literario me da pie inevitablemente para
pensar que, también nosotros en nuestro transcurrir cotidiano,
no estamos exentos de mirar de esas tres maneras el mundo. A
veces, movidos por el espontáneo impulso de la fraternidad, nos
atrevemos a considerar al otro como espejo de nosotros mismos, y
así la solidaridad nos empuja a sacar lo más humano que
llevamos. En otras ocasiones, es la inseguridad, una excesiva y
malsana modestia, la que acaba por destrozar nuestra autoestima,
concluyendo al fin que, cualquiera que se cruce en nuestro
camino, nos aventaja en cualidades. La perfección vislumbrada
endiosa pues al observado desde este matiz increíblemente
derrotista. Pero, y esto es lo más triste, no dejamos de caer
también en la tentación opuesta, es decir, tratar a la
globalidad que nos circunda como masa inferior, carente por
supuesto de esos adornos que los harían asemejarse de algún modo
a nosotros.
El modo de mirar, incuestionablemente, nos delata. Vivimos,
convivimos, arrastrando en nuestro deambular cotidiano una
especie de cámara con la que nos permitimos fotografiar a
nuestro antojo y capricho a cuantos se nos ponen por delante. Y,
tras las fotografías, su clasificación: éstos los que vale la
pena imitar, ésos los insufriblemente vulgares, aquéllos... Y
nosotros, por supuesto, también saldremos en la foto de otros
que, sin una razón de peso, invadieron lo que somos.
Creo que la raíz de todo este lastimoso actuar no está sino en
lo poco que nos conocemos. Si nos preocupásemos de averiguar de
verdad todo lo bueno y lo malo que llevamos dentro, estoy segura
que para nada querríamos encumbrar ni menospreciar a nadie. Caer
de rodillas ante alguien o levantarlo sobre un pedestal no
merece la pena. Simplemente en pie: así debemos ir por este
mundo, apoyándonos amigablemente en quienes se limitan a ser
caminantes de un mismo viaje.
Y dejemos que cosas como el esperpento se reduzcan a ser una
teoría literaria sin más.