![]() |
Portada gral. | Staff | Números anteriores | Índice total 2000 | ¿Qué es Arena y Cal? | Suscripción | Enlaces |
La civilización occidental siempre ha estado en crisis. No se
trata, como nos apetece suponer, de una enfermedad endémica de
nuestros días, en oposición a un hipotético estado de armonía
anterior. Por el contrario, nuestra historia es dinámica y
creativa, guerrera e inestable y ha marchado a lomos de una
crisis universal ya desde sus comienzos.
Entonces, ¿cómo la generalidad de los europeos piensa que vive
en «el tiempo de la crisis»?
Bueno, a decir verdad, las revoluciones comunistas, las guerras
civiles, las dos mundiales, el paro, la inseguridad ciudadana y
demás barbaridades del pasado reciente y del presente, parecen
justificar suficientemente este juicio negativo..., o quizás no.
Después de todo, el progreso de la ciencia y las conquistas
políticas nos ayudan a vivir más y mejor: agua corriente,
calefacción, alcantarillado, seguridad social, etc. ¿Cómo
despreciar las comodidades de nuestro tiempo?
Por su parte, los españoles hemos hecho de este tema nuestra
obsesión y desde la generación del noventa y ocho hasta Felipe
González (según Aznar España va bien) ha circulado el tópico de
que nuestro país tiene una suerte especialmente negra, que en
nosotros la crisis se ha cebado igual que las pulgas con el
perro flaco del refrán. Y del mismo modo que me parecía
discutible que nuestra época sea especialmente mala, me parece
que este diagnóstico terrible sobre la suerte de nuestra patria
es del todo erróneo.
En efecto, para reparar el entuerto lo primero es darse cuenta
de que España y Europa consisten y se definen, desde siempre,
como realidades «en crisis». Veámoslo:
1.- El «terror» del siglo XX (dos guerras mundiales, masacres,
genocidios, revoluciones, guerras civiles, etc.) fue engendrado
en el anterior «siglo de las revoluciones», que supuso la
definitiva caída en toda Europa del antiguo régimen (absolutismo
y detentación del poder por la aristocracia), los movimientos
constitucionales y nacionalistas (es la época de la unificación
alemana e italiana) y la revolución industrial (surgimiento del
proletariado y auge de la burguesía capitalista).
2.- Asimismo, la belicosidad del siglo XIX tampoco ha surgido
por generación espontánea, sino que es el desarrollo de las
tensiones sociales, políticas y económicas que se fueron
acumulando en la época que va desde 1688 (fecha de la Revolución
Inglesa, que decapitó a un rey e inauguró el modelo
parlamentario que adoptaría posteriormente Europa) hasta 1789,
fecha de la Revolución Francesa. Debe pensarse que en este
«siglo de las luces» es también el siglo del absolutismo como
sistema político de gran calibre para manejarse con una
situación bastante incómoda: el empobrecimiento de la nobleza,
la proliferación de los nuevos ricos y los nuevos ideales
liberales e igualitarios.
3.- Y este «polvorín» se crea a partir de la crisis que trajeron
las guerras de religión que asolaron Europa en los comienzos de
la modernidad con motivo de la Reforma Protestante de Lutero en
el siglo XVI y la posterior Contrarreforma del Catolicismo.
4.- Pero es que a su vez, este cisma de la cristiandad es el
resultado de la oposición belicosa de los distintos príncipes
europeos al ideal que había alimentado la Europa medieval, a
saber, superar la fragmentación del feudalismo y restaurar la
unidad perdida del Imperio Romano con el establecimiento de un
nuevo Sacro Imperio Romano Germánico. Este ideal tuvo sentido
mientras todos los europeos se vieron a sí mismos como miembros
de una misma cristiandad (de ahí lo de Sacro) y una misma
cultura la romano-germánica: este sentimiento explica el
fenómeno de las cruzadas, que las incipientes universidades
fuesen un fenómeno de alcance internacional y los matrimonios
entre las dinastías regias. Así, Europa conoció por un lado
movimientos de disgregación (feudalismo, consolidación de las
lenguas romances) y por otro movimientos de unificación
imperialista, desde Carlomagno en el año 800 a Felipe II en el
siglo XVI.
5.- O sea, que Europa empieza a estar en crisis a partir de que
Alarico saquea Roma en el año 410: de la fragmentación del
imperio en reinos feudales en la Edad Media, pasando por el
nacimiento de las nacionalidades en el Renacimiento, por las
guerras de religión del siglo XVI, por las revoluciones
burguesas del XVII y XVIII, por el revolucionario siglo XIX,
para acabar en el sangriento siglo XX, la historia muestra a
gritos que todos estos diversos acontecimientos han ido
sucediéndose en una cadena causal hasta dar como resultado final
un cierto producto: nosotros aquí y ahora.
Parece que si comparamos nuestro presente con el pasado que lo
engendró con tanto dolor y sangre, no hay motivo para pensar que
aquél fue mejor: por lo general, ahora no resolvemos los
problemas a golpes de sable o a balazos, sino, cada vez más, en
asambleas representativas del pueblo tales como las Cortes
Generales o la Organización de Naciones Unidas. Cierto que las
fuerzas armadas de los distintos países son necesarias para
garantizar que esto siga así. Pero ello no quita que la nueva
paz surgida tras el humo de las batallas sea, con toda
seguridad, la más auténtica y lograda que ha visto el mundo.
¿Que soy «demasiado» complaciente? No lo creo. Me parece que soy
muy realista y para ver las cosas así sólo hay que situarse en
un plano más amplio de lo normal, en el plano de la historia
europea de los últimos mil quinientos años. Y desde esa atalaya
se aprecia que una buena parte de los países que hay en el mundo
del 2000 van bien, entre ellos y de forma destacada, Europa
Occidental y, dentro de ella, España.
Otro asunto distinto es el resto del mundo, que aún tiene que
pasar por su propio calvario para encontrar su propia paz. Pero,
incluso en estos casos, la creciente responsabilidad que están
asumiendo los estados poderosos respecto a los desfavorecidos
permite que veamos el futuro con creciente optimismo. Si no nos
cargarnos el clima ni acabamos con los recursos del planeta y
continuamos como hasta ahora, es posible que un día de estos la
noticia en los telediarios sea, por primera vez en la historia,
que no hay guerras en ningún lugar del planeta. Sinceramente,
creo que estamos más cerca que nunca de lograrlo.
Pensarán que soy un iluso por tener estas esperanzas peregrinas
en un mundo en crisis. Pero digo yo: ¿es que podemos permitirnos
el lujo de ser derrotistas? Dicen que la vida es preciosa y
corta, o puede que nosotros seamos feos, cortos de mente y
estamos vivos. Sea como sea, ¿es que no vamos a luchar por
acabar con los males de la humanidad? ¿Cómo podría nadie
rendirse? Y por eso digo yo: ¿cómo no apostar en la democracia y
en sus políticos? Pues eso.
Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa