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Con motivo de aquel adelanto de la prensa y de las noticias
televisivas, aquella señora se me encrespó y quería tener razón,
y yo me dispongo, no a disgustarme, líbreme Dios de que lo tome
a mal, pero considero importante decirle algunas verdades sobre
este problema de trascendencia universal.
Y es que cuando una nación tan equilibrada, vieja y
experimentada como la rubia Albión ha decidido semejante cosa,
no podemos echarlo en saco roto y me interesa comentar con
usted, señora, este problema importante de los niños y, sobre
todo, de los hijos, y allá que voy a comentarle este problema,
por lo que considero que tiene de importante y porque debe
razonarse procurando poner los puntos sobre las íes para que las
cosas queden aclaradas y los niños reciban el trato que merecen
y se liberen de aquel otro trato pernicioso que, desde luego, no
merecen -de eso no me cabe la menor duda-, y que se ha
convertido en una ley importante de este siglo nada menos que en
Inglaterra. A los niños no hay que tratarlos ni educarlos,
jamás, con el castigo corporal, que en lugar de beneficiarlos
los perjudica y los daña, material y espiritualmente, dejándole
secuelas que pueden hacer peligrar su integridad mental y
somática para toda su vida, haciéndoles desgraciados y hasta
minusválidos en parte.
Así, le tengo que decir, señora, que en el gesto alocado y
violento con su hijo, aquel hijo rubio, suyo, de ojos negros y
brillantes que miraban con su interrogación constante y
emocionada, que buscaban el por qué de todo lo que le rodeaba
queriendo saberlo todo y conocer ese mundo que aparecía en su
vida, estaba un mal ejemplo, el ejemplo absurdo de que usted,
con su violenta forma de actuar sobre él, quizás conseguía
solucionar antes el problema que presentaba, pero, desde luego,
no mejor.
Usted me contestaba airada cuando yo le preguntaba que por qué
le pegaba a su hijo: «Es que no hay otra forma de tratarlo; ésta
es la mejor y la más rápida y con la única que consigo enderezar
a este salvaje, rebelde hasta la locura.» Y aún se crispaba
usted más al contestar, centelleándole la mirada, y añadía
violenta: «Si lo castigo -y ahora la irritación era extrema-,
mientras dura el castigo andamos todos de cabeza, angustiados;
si pretendo convencerle ni me escucha siquiera... ¡Ni caso me
hace, como si fuera sordo!»
Efectivamente, el castigo físico donde tiene mayor éxito es,
precisamente, en los animales, que apenas tienen capacidad
intelectiva, y yo creo que su hijo, carne de su carne... Porque
el castigo físico y esto si que usted no me lo puede negar, es
la mayor y mejor muestra de impotencia. Porque, o es falta de
autoridad o es abuso de autoridad, una de dos, escoja lo que
mejor quiera y verá como me da la razón, no le quepa la menor
duda, señora. Y, desde luego, ni el pediatra ni el Paido
Psiquiatra lo admiten, y son ellos los que han conseguido ese
paso importante de prohibirlo en Inglaterra. Además, no olvide,
señora, porque lo tiene que saber por experiencia propia, que la
disciplina por el temor desemboca en hipocresía. Porque educar a
su hijo con el palo, «domarlo así», no es nada bueno para él,
créame.
La tosferina, fíjese, hubo una época en la que, en Rusia, la
curaban con el látigo. Se trataba de una famosa baronesa rusa
que estableció una terapéutica tajante para esta enfermedad
convulsiva del aparato respiratorio, inhibiendo las terribles
quintas de tos a latigazo limpio ¡qué cosas!
Ahora recordamos aquel otro niño de nuestra consulta médica. Por
cierto que se llamaba Fernando, como nuestro Rey Católico. Tenía
aquel niño, moreno y bello como un ángel, una mirada
interrogante que trasminaba, pelo negro y anillado de niño Jesús
(que también éste tuvo que ser moreno por la raza de sus padres
y por los habitantes del país de su nacimiento). No se asuste
usted señora si lo cuento que aquel niño iba a ser inscrito en
un colegio de subnormales, y es que las malas notas que sacaba y
su indiferencia y mal hacer en las clases aconsejó que así se
hiciera; aquel niño era una nulidad como estudiante y no había
forma de sacarlo adelante. ¡Eran tan malas sus notas e inútil el
esfuerzo del profesorado!
Su problema era una Afasia receptiva de Neville. Una sordera de
alta frecuencia que solo diagnostican bien los especialistas más
competentes del órgano de la audición. El niño fue tratado
convenientemente y se convirtió en uno de los alumnos más
brillantes del colegio.
Es Kenner el que nos afirma textualmente «No se conocen los
modernos libros de Paido psiquiatra sin conocer las situaciones
de los padres». Y yo me pregunto, ¿por qué no a través de los
educadores?
De los antiguos castigos, los palmetazos, los arrodillamientos
tiempo y tiempo, frente a la pared y de espaldas al resto de la
clase, incluso los bofetones violentos y bruscos hasta con
hemorragias en el conducto auditivo (he tenido ocasión de
visitar, en mis tiempos de ejercicio profesional, a varios niños
de uno de los colegios de Zaragoza, hasta que conseguimos, por
fin, que aquel profesor tan mal acostumbrado fuese relevado de
su cargo); y no nos olvidemos de los azotes del padre
amenazante: «¡Qué me quito la correa y verás!», tantas veces
repetido por algunos padres absurdos. Naturalmente, es más
cómodo dar un correazo que conseguir una convicción educacional.
Todo lo anterior descrito ha desembocado, por desgracia, en una
generación de jóvenes dispuestos a quemar edificios y a
reaccionar antisocialmente. Y es que la imitación hacia la
violencia es fácil, y por desgracia aparece más de lo debido
cuando un niño solamente ha visto violencia y maltrato físico en
su vida.
La «torta limpia» sistemática, sobre todo en los niños mayores
de 8 años, que ya razonan, escuchan y saben, ¿es acaso mejor que
el convencimiento que pueda dar una conciencia de
responsabilidad?
Claro que ello es mucho más incómodo, exige mayor esfuerzo y
sacrificio y no están los tiempos para perder el tiempo. Quizás
estén mejor los tiempos para imitar la conducta de Tayllerand
que cuando no tenía claro lo que tenía que hacer, se metía en la
cama.
Pero de lo que no cabe duda es de la necesidad de estudiar a los
niños, tanto más a fondo cuánto más importante y difícil sea el
problema que nos vayan presentando. Y no nos olvidemos de
recordar a Daharnel: «Un minuto de pausa bastó para hacerme
comprender que no me encontraba en estado normal». Sin dejar de
recordar, sobre todo, aquello de Maeterlink: «¿Tú también gustas
de los sufrimientos inútiles? Pues a mí sólo me gustan los
sufrimientos que puedo quitar y los que puedo liberar a los
demás».
Y para completar todo esto, no nos olvidemos de nuestro premio
Nobel, el gran Benavente: «Los chicos son como se es con ellos.
Yo he oído decir a muchas madres, ¡este niño es un castigo! Y no
es un castigo: siempre es justicia»
¡Cuántas cosas dicen estas pocas palabras de nuestro premio
Nobel, Dios mío!
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