Hay quienes dicen que hay tantas valoraciones literarias como
críticos, pero a la hora de constatar semejante afirmación, nos
damos cuenta de que tales valoraciones no son convincentes.
Una reseña a un libro no puede estar contaminada de la propia
subjetividad. El crítico no debe dejarse ganar por los
prejuicios de amistad o animadversión. Muestra con ello que no
es un crítico de vocación, puesto que éste se olvida de sí mismo
como hombre común y oficia ante el texto como un sacerdote de su
cometido. Y es que el núcleo del texto es respetabilísimo porque
nos arroja los síntomas de una cosmovisión del mundo, aunque sea
pequeña y esbozada, independientemente de los recursos
expresivos adaptados por el autor.
Hecha esta introducción, podríamos acceder al texto por el plano
del tema. Ante él nos preguntamos si es interesante o vulgar; si
está en consonancia con su época, o, mejor dicho, con la
temática de su generación. No es lo mismo un poema de los años
cincuenta que otro de los Novísimos. El mismo ejemplo, a modo de
paralelismo, podemos establecer entre el realismo decimonónico y
el modernismo. En los años cuarenta tenemos otra serie idéntica:
un poema de Espadaña, revista nacida como réplica de Garcilaso o
Escorial, y otro de Cántico.
En cuanto a lo que tradicionalmente se ha llamado la forma
(críticos más elementales no pasaban de una dicotomía de
«continente» y «contenido») nos encontramos con el verso, o bien
los procedimientos contemporáneos del ritmo libre. Como sabemos,
ya el simbolismo puso de moda esta alternativa a la métrica
tradicional. Cada época, o, mejor, cada tendencia ha sentido
predilección por determinadas estrofas y composiciones. El
modernismo puso en boga el verso alejandrino (que ya habían
manejado los románticos Piferrer y Zorrilla ), que no se ha
dejado de cultivar desde entonces, con más o menos frecuencia;
escasa en los años cincuenta y sesenta y más presente en los
jóvenes poetas de la experiencia de los ochenta.
Hoy no es necesario formularse la pregunta de si la forma ayuda
a hacer poesía. Existe una poesía sin métrica verdaderamente
«auténtica» y, por lo contrario, sonetos, cuartetos y retahílas
de endecasílabos y alejandrinos secos, sin «poesía», sin emoción
sin colorido y sin apenas esfuerzo creador. Pero hay que tener
en cuenta la mucha incuria versolibrista que se nos quiere
ofrecer como poesía hecha y madura. En otros tiempos un
aspirante a poeta se tomaba el trabajo de aprender y ensayar
versificación. En los teatros el rapsoda recitaba con galanura
y, a veces, con énfasis, romances. Por el ritmo el público se
familiarizaba, aunque fuese elementalmente, con cierta atmósfera
poética.
Sin embargo, no basta con escribir endecasílabos, alejandrinos
-por poner clases de versos muy utilizados hoy- y heptasílabos,
a veces todos estos versos combinados con libres, sino que se ha
de procurar una cadencia suave. ¿Qué entorpece esta cadencia
suave en los versos? Versos como: «se recomienza, vuelve a
inaugurarse», «en mis dedos que sólo son pretextos», «para
reconciliarnos, para vernos», «aun por los corazones más
indignos», son versos faltos de cadencia -además de discursivos,
esto es, sin color ni emoción-. Por lo contrario, versos más
cadenciosos y fluidos son: «¡Oh, dulces prendas por mi mal
halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería...!»