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A primeros de abril, todos los años hacía la ruta del norte. En
esa época, los hoteles y restaurantes de la zona se preparaban
para la campaña de verano. Revisaban la maquinaria, hornos,
calderas, planchas, freidoras y, todos los años, con el
portadocumentos repleto de catálogos novedosos, me presentaba en
ellos, y mostraba las mejores ofertas del mercado, incluso
admitía como entrada, si se decidían a comprar los nuevos
aparatos, todos sus elementos usados que, más tarde, en los
talleres de fábrica, se utilizarían para recambios. No siempre
conseguía buenos pedidos pero, a mi edad y soltero, era más que
suficiente lo que económicamente me suponía. Buenas comisiones,
un fijo más que aceptable y unos importantes diferenciales que
me procuraba administrando bien las dietas y el plus de
kilometraje.
Estaba casi oscureciendo, la sombra de los eucaliptos, un
momento antes alargada, desaparecía perdida en el verde negro de
los prados. El cielo cántabro, como siempre, amenazaba lluvia.
No habían pasado diez minutos desde que, en Barreda, dejé la
autopista nueva para tomar la carretera de Suances. Lo previsto
era estar allí el lunes y el martes y seguir luego a Comillas y
San Vicente de la Barquera para acabar con otras paradas
intermedias en Asturias. Esa zona me había proporcionado en los
años anteriores buenos pedidos, incluso los pequeños
establecimientos próximos a Potes o Covadonga, que se mantenían
gracias al turismo nacional, renovaban constantemente sus
cocinas.
Para llegar a Suances me quedaban unos quince minutos de
carretera mala y, en circunstancias normales, con denso tráfico,
pero aquel domingo era diferente, desde Santander la circulación
fue más fluida de lo normal y en los últimos kilómetros tenía la
sensación de que me hubiesen dejado solo.
Notaba algo raro en el sonido del motor y detuve el coche en la
entrada de un camino. Al apearme, pisé el barro y me puse
perdidos los zapatos. Abrí el capó y miraba tuercas y tornillos,
cables y manguitos, consciente de mi ignorancia. Volví a
sentarme en el coche, dejando la alfombrilla asquerosa y girando
la llave del contacto, intenté ponerlo en marcha. No hubo
manera, se negaba a arrancar, hacía como que quería, pero algo
dentro del motor lo impedía. Eché la mano hacia el asiento de
atrás para alcanzar la chaqueta y cogí el teléfono. Dudé a quién
llamar y tomé de la billetera una de esas tarjetas de ayuda en
carretera que nos dan con el seguro del coche. Busqué en la
letra pequeña del reverso el número que me sacaría del apuro.
Tardé un poco en descifrarlo porque estaba machacado por el
troquel de mi propio nombre que, con errores en el apellido,
figuraba en el anverso. Cuando lo tuve claro conecté el
teléfono, pero fue en vano, no tenía batería. ¿Cómo era posible
que estuviese descargada?. De un manotazo lo tiré al asiento de
al lado y me quejé en voz alta: “o no tienen batería, o no hay
cobertura o la línea está saturada, pero esta mierda que no
funciona nunca”.
Empezaba a cabrearme, la noche avanzaba y me parecía mentira que
Suances estuviese tan cerca y tan lejos, no sabía cómo llegar.
La ría, que veía abajo, estaba horrible, fea, negra, sucia, la
marea baja dejaba al descubierto un fondo asqueroso que
desaparecía dejando paso a la belleza de las aguas que besan los
prados cuando el mar se decidía a avanzar tierra adentro, pero
en esa noche de domingo hasta el mar se había retirado para
hacer más desesperante mi soledad y mi avería, avería que
también parecían tener las pequeñas barcas apoyadas sobre sus
costados en la embarrada orilla.
Ninguno de los cuatro coches que pasaron distanciados se
detuvieron. A lo lejos vi venir a otro que, por la altura de sus
luces, me pareció un camión, y me alegré, pues los camioneros
tienen fama de ser caballeroso en la carretera, pero me tocó el
que no lo era.
Al fin un vehículo se detuvo, arrimándose a la derecha unos
metros más adelante, y con pasos rápidos, me acerqué. No había
llegado a él cuando, al bajarse, una chica morena pisaba el
barro. Era delgada pero no huesuda, más bien alta, con unos
tejanos que podrían gangrenarle las piernas y una blusa blanca,
de manga corta, escasamente abrochada.
-Hola, ¿se te ha estropeado el coche? Me preguntó sin que yo
reaccionase ante la inesperada auxiliadora.
-Hola -contesté yo-, llevo aquí un montón de rato y no hay
manera de que pare nadie, no lo entiendo, pocos que pasan y no
son capaces de ayudar.
-No te preocupes, a ver si se te pasa el cabreo que yo sí me he
parado y no tengo la culpa de que la gente sea tan gilipollas.
Me llamo Estrella, ¿y tú?
-Yo Javier.
-Bueno, ya nos conocemos y siento decirte que no tengo ni la más
mínima idea de mecánica, pero si quieres te llevo a algún sitio.
-Pues no sé qué decirte, porque quería llamar a una grúa, pero
tengo el teléfono sin batería.
-Solucionado, llama por el mío.
Mientras caminaba hacia su coche, me quedé mirándola olvidando
mi motor, los ojos incontrolados (o controlados) no se apartaban
de su culo duro, apretado, se movía como el más bonito culo de
la más insinuante película. Debía tener alrededor de veinticinco
años, dos o tres menos que yo y quería adivinar qué osadía la
había hecho parar en carretera y de noche para prestar ayuda a
un chico solo que no conocía. La verdad es que mi coche, de
importación, tenía atractivo para las jovencitas y gracias a eso
y a alguna que otra de mis virtudes (que todo cuenta), mi agenda
estaba llena de números telefónicos con nombres de mujer.
Volvió a mí y, extendiendo su mano, me alcanzó el teléfono con
la batería completamente cargada y, al comprobarlo, sonreí
dándole las gracias.
La telefonista era extraordinariamente servicial. Algo
funcionaba. Me pidió el nombre, la matrícula del coche, el
número de la tarjeta y mi situación, después, se interesó por la
avería y por mi lugar de destino. Terminado el amable
interrogatorio, dijo: espere un momento, voy a localizar la grúa
más próxima. Mientras esperaba, charlé tímidamente con Estrella.
La tenía más cerca, pude verla bien, sus ojos negros y tristes
contrastaban con su conversación jovial de chica moderna y
liberada. Su cutis me pareció suave en aquella oscuridad y los
pequeños pechos se me antojaron suficientes.
-Sí, dígame -contesté al oír de nuevo la voz de la telefonista.
-Lo siento señor, las tres grúas de Torrelavega son las más
próximas, pero están haciendo otros servicios, de todas maneras
una de ellas acudirá en cuanto termine, no tardará mucho, déjeme
un número de teléfono para avisarle.
-Un momento, por favor.
-Estrella, ¿tienes mucha prisa? Si pudieses quedarte un rato
aquí conmigo, te lo agradecería, tengo que dar un número de
teléfono para que me avisen y el mío ya sabes que está
descargado.
-No te preocupes, Javier, no tengo ninguna prisa, sólo iba a
tomar unas copas a Santillana, allí tengo muchos amigos.
-Entonces, dime tu número, por favor.
En menos de diez minutos nos avisaron y la grúa llegó otros diez
minutos después.
Con el chófer venía un mecánico que intentó hacer la reparación
“in situ”, pero no lo consiguió y decidimos llevar el coche
hasta Suances, allí había, según vi en la lista de
concesionarios y servicios autorizados que me entregaron con la
documentación, uno que podía arreglarlo con la garantía de las
piezas originales.
En todo el rato que el mecánico, ayudado por las opiniones del
conductor de la grúa, estuvo hurgando en el motor, Estrella y yo
mantuvimos una distendida charla en la que le había propuesto,
como agradecimiento a sus servicios, cenar juntos y después
tomar algunas copas, como pensaba hacer con sus amigos.
La grúa arrancó portando mi coche sobre sus riñones de metal
mientras nosotros, Estrella y yo, la seguíamos por la sinuosa
carretera que bordeaba la ría ya desaparecida en la noche. Ni
los montes de eucaliptos se dejaban ver, las negras nubes se
acercaron a nosotros y se disponían a descargar su agua en los
crecidos prados de esa parte de Cantabria.
En Suances dejamos mi coche aparcado en la puerta del taller que
indicaban en el librito y puse en el parabrisas, por dentro, una
nota que decía: «Está averiado vendré a primera hora».
No tuve que pagar ni la grúa ni al mecánico, de todo eso se
encargaba la tarjeta, así que, dándoles una propina y las
gracias, subí de nuevo al coche de Estrella.
-Qué, ¿aceptas la cena?
-Sí claro -contestó ella-, a estas horas es lo mejor que podemos
hacer.
-Pues vamos al restaurante del faro, les conozco de otros años,
allí se cena bien y aprovecharé para decirles que mañana volveré
a verles con los nuevos catálogos.
Bajamos hacia la playa, pasamos por la curva donde años atrás
estaba el club de tenis, el solar estaba rellenado de
apartamentos. Seguimos por la recta de El Esquilar, la tienda en
la que se encontraba de todo, y enfilamos la subida del
castillo, continuamos hasta el faro y, después de aparcar, nos
asomamos a la barandilla del acantilado que deja ver abajo, muy
abajo, la “Playa de los Locos”. Aún no llovía, pero hacía frío y
Estrella de eso se quejó. Me quité la chaqueta, la puse sobre
sus hombros y ella subió una mano cruzando el brazo por delante
de su pecho para sujetarla, por un instante nuestros dedos se
rozaron y tuve la sensación de que ella se entretenía con los
míos.
Después de cenar paseamos por la playa, el chaparrón descargó
mientras tomamos un café y el primer güisqui en lo que antes fue
el balneario. Paseamos por el antiguo pinar, nos asomamos al
malecón y despacio, muy despacio, llegamos al pequeño puerto de
pescadores. Para entonces, mi mano ya había descansado sobre su
hombro y rozó en alguna ocasión la blusa, justo en la parte que
cubría su pecho, para entonces, también, sabía que no llevaba
sujetador, no le hacía ninguna falta sujetar sus pequeños senos
redondos, firmes, siempre valientes hacia delante, y también
para entonces sabía que esa noche no acabaría en una despedida
vulgar.
A pesar del frío, estuvimos varias horas en la terraza de un
solitario bar, el olor a gas-oil de los barcos se mezclaba con
la brisa que llegaba de la playa. Los pequeños vasos de chupitos
se llenaban y vaciaban insistentemente, rápidamente, de un solo
trago cada vez, como haciendo carreras entre ellos para acabar
pronto la botella. Los ojos tristes de Estrella eran ya mucho
más tristes. A medida que avanzaba la noche y a medida que se
vaciaba la botella, su aspecto juvenil se tornaba quebradizo, su
alegre conversación se volvía lastimera y, sin motivos aparentes
y sin causa que lo justificase, la imaginé enfermiza, aunque
quizá fuera el cansancio y el vino de la cena y el güisqui
mirando a la playa y el frío y la hora lo que mudó su aspecto.
Le pedí que me acompañase al hotel, siempre me había alojado en
el mismo, en el “Hotel La Concha”, de gran solera, pero en la
actualidad, sumido en una carrera descendente que le llevaría
irremisiblemente a la demolición. Desanduvimos el camino del
malecón, del pinar y de la playa y, frente al antiguo balneario,
recogimos el coche.
Paró en la puerta del hotel, junto a la heladería cerrada desde
octubre y, con un largo beso que me permitió acariciarla
despacio, le dije adiós.
-¿Dónde voy a ir a estas horas?, no creerás que vas a dormir
solo, ¿verdad?
Más me pareció un reto que una invitación. Yo lo deseaba con
todas mis fuerzas y se lo dije.
-No me atrevía a decírtelo, pero estaba queriendo proponértelo
desde hace mucho rato, gracias por decirlo tú. Me desperté más
tarde de lo previsto y en la habitación no había nadie, me
acerqué a la ventana, abrí los postigos de librillo pintados de
verde y busqué, sin encontrar, su coche aparcado. Ni una nota,
ni un adiós. Pedí el desayuno y después de ducharme me vestí con
prisas, lo primero era ir al taller y me quedaba una buena
cuesta por delante.
En octubre tocaba la ruta de Cataluña, desde la Costa Dorada
hasta la costa Brava, incluida Barcelona capital. Era la zona
más pesada, la cantidad de clientes que allí tenía la empresa me
obligaba a dedicarle un par de meses. El primer año casi me
pilla la Navidad sin llegar a casa.
Estaba cansado y eran muchos los restaurantes que aún me faltaba
visitar y la pereza se apoderaba de mí. Algunas mañanas se me
hacía muy duro el levantarme, me costaba poner los pies en el
suelo y, al conducir, la somnolencia me obligaba a parar y tomar
un café, por esa época creo que sólo me mantenía a base de
cafés. Un día de noviembre me encontré muy mal. En el hotel
pregunté por un médico y me aconsejaron ir a un hospital
cercano, si llevaba la cartilla de la seguridad social no
tendría ningún problema y ese hospital tenía buena fama. Así lo
hice. Pasados dos días volví a recoger los resultados y la
enfermera de recepción cuando sacó el sobre marrón, grande,
lleno de dictámenes y radiografías me preguntó si era yo el que
era y al decirle que sí, que yo era yo, me hizo esperar. Unos
minutos después dos médicos vinieron a mí.
-Tenemos que repetirle algunas pruebas, no se alarme, es para
descartar cosas, sus análisis nos muestran un tipo de infección
que puede afectar a su sangre, además, si es lo que parece, es
altamente contagiosa, no tardaremos mucho.
-Oiga, ¿qué me están diciendo? -increpé yo.
-No se preocupe, sólo le repetiremos unos análisis, será muy
rápido.
La discusión duró un rato. Mi estado de salud era una porquería,
de eso estaba yo seguro, hacía días que me temía algo, así que
me dejé convencer y les seguí.
Nunca más salí de este hospital. Aquí, estoy hace mucho tiempo,
en la sección de infecciosos, con un aspecto deplorable,
delgado, calvo, ojeroso, sin fuerzas para caminar. Las otras
tres camas de mi cubículo están ocupadas por otros tantos
infecciosos, moribundos como yo. Nunca saldré de aquí y todos
mis pensamientos me llevan a la carretera de Suances, al faro,
al pequeño puerto de pescadores, indefectiblemente, al Hotel La
Concha y a una cama con la desnudez de Estrella entre mis
brazos.
Me miro y veo un seco pellejo ajado y mal oliente. Ya no me
pinchan, no tienen dónde. Ni como ni bebo ni vivo. Sólo me
muero. Este virus que me ha infectado, que me llevará al
infierno cuando crea que he tenido bastante, es un hijo de puta.
¡El s.i.d.a. es una mierda!
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