![]() |
Portada gral. | Staff | Números anteriores | Índice total 2000 | ¿Qué es Arena y Cal? | Suscripción | Enlaces |
Abro una revista y me doy de cara con una reseña que se le
hace a un libro de Luis García Montero: El sexto día. Historia
íntima de la poesía española (Debate). El reseñista expresa una
dolida consideración hacia el autor por haber sido presuntamente
víctima de la envidia (me imagino de aquellos que en su Granada
natal han levantado polémicas con motivo de la presentación del
citado libro). Se hace mención en la reseña de la palabra
envidia, que es vocablo ya familiar en la mente de todos los que
de una manera u otra se asoman al mundo complicado de las Bellas
Letras, a veces ensangrentadas, metafóricamente, por las
insidias recíprocas.
Pensábamos que en las altas esferas del mundo literario esa
expresión estaría superada o, por lo menos, minimizada o
descafeinada por la elegancia o la discreción, pero he aquí que
las batallitas dialécticas que entraña el término también
prenden en las miradas y las lenguas de algunos que «viven» en
las revistas de rango nacional y sirven de modelos admirados a
poetas de provincia, sobre todo a prometedores vates que resuman
afanes de imitación. El poeta germinal concibe a los de
cenáculos célebres e inquilinos de esas revistas fulgurantes
como semidioses que se codean con las mismísimas Musas, ya
libres ellos de la polilla moral que destruye el entusiasmo y la
ilusión. El poeta en cierne está familiarizado con la mal
disimulada envidia provinciana como un nauseabundo celofán,
envoltura de los dimes y diretes de pretensiosos y pretensiosas
que alimentan una callada y dramática desesperación.
Trátese de poetas capitalinos o provincianos, la envidia es un
triste obstáculo para valorar una obra que nos gusta o nos llama
la atención. Debe de ser patético estar condicionado por una
subjetividad rabiosa que hace como de pantalla entre la obra y
ese lector en cuestión.
Como para un auténtico creador la libertad es la condición
indispensable y deseada, el envidioso no es libre ni desea esa
libertad; le es más agradable la destrucción. «La envidia mata
de continuo al envidioso», decía el gran Raimundo Lulio. No
puede existir una valoración literaria justa y equilibrada
cuando la pasión clandestina y vergonzosa de la envidia zarandea
los sentimientos. El envidioso es como barquilla manteada por
aguas crispadas. ¿No es más gratificante navegar por nuestro
pequeño mar tranquilo con la modesta pesca de nuestras
posibilidades?
En un caso más leve, como es el recelo, las valoraciones
literarias están también impregnadas de elementos demasiado
humanos que entorpecen la objetividad. Cuando tenemos en
nuestras manos un texto que sobrepasa la propia capacidad de
emulación, ¿debemos negarlo o, por lo contrario, sentir
satisfacción y gratitud porque su lectura nos enriquece?
Uno de los peligros que acechan al que escribe cuando se
encuentra, según sus niveles de autovaloración, en una solvente
consideración pública, es el de dar por concluida su etapa de
aprendizaje. Si volviese la mirada atrás, en la inocente alegría
de los comienzos, cuando la brújula de la admiración se
emborracha en esas luminosas travesías de los descubrimientos,
es seguro que se viviría en un perpetuo estado de víspera, con
sabor a impresiones jóvenes, con esos recuerdos de los años
aprendices, y que son nuestros más fieles amigos, con esos
libros que nos ayudaron a dar los primeros pasos literarios...
Un auténtico creador no olvidará jamás esos días venerados en la
memoria como semilla y llovizna de sus futuras cosechas, y es
posible que sus valoraciones estén impregnadas de la ingenuidad
de aquel entonces mágico que aún le perdura como brasas del
fuego de su asombro...
Pulse la tecla F11 para ver a pantalla completa