Doy por sentado, de entrada, de que pienso hablar de
Tauromaquia, no de corridas de toros, entendidas como fiestas
populares y enlazadas en los divertimentos, más o menos
sanguinarios, de casi todos los pueblos de la península Ibérica.
Doy por sentado, también, de que no sólo acepto, sino que
comprendo perfectísimamente que todo aquel que no vea en la
Tauromaquia más que un espectáculo sangriento y ofensivo para el
animal, tenga todo el derecho del mundo a estar en su contra, e
incluso a denostarla activamente.
Y doy por sentado, desde luego, de que lo que para algunos es (o
puede ser) taumaturgia, poesía, ritual mágico, emoción y
sentimientos, pueda ser, asimismo, respetado, a pesar de no
entendido, como algo que desde tiempos llamamos Tauromaquia, y
que es el arte posible de convertir la fuerza irracional y
violenta de un toro bravo y encastado en un ballet armonioso
dirigido por la inteligencia, la técnica y el arte de un humano
capaz de “parar, templar y mandar”.
Sentadas estas premisas previas, no tengo más remedio que
denunciar agriamente lo que, con la colaboración de casi todas
las partes implicadas -toreros, apoderados, empresarios y
ganaderos-, han conseguido convertir la Tauromaquia: en una
caricatura y en una burla cruel que consigue, indirectamente,
por un lado, dar la razón a los detractores de la fiesta, y por
otro, y no menos sibilinamente importante, ir haciendo
desaparecer de los cosos la figura del aficionado, del entendido
y disfrutador profundo de la verdadera taumaturgia, para ir
sustituyéndolo por un público aplaudidor y complaciente, cuando
no por servocroatas, tailandeses, japoneses o congoleños que,
desde luego, no protestan nunca y pagan lo mismo o más (por la
reventa) que los aficionados.
La burda caricatura de la mayoría de los toros de lidia, el
“des-encastamiento” sistemático y progresivo de los criadores de
toros, ha conseguido, ante el empuje continuo de toreros y
apoderados, convertir a la Tauromaquia en una triste caricatura
donde el ritual litúrgico, de entrada, no tiene ninguna razón de
ser al faltar la premisa fundamental y básica de la fiesta: el
toro.
Este “des-encastamiento” ha producido, año tras año, un absoluto
“desencantamiento” de los verdaderos aficionados que sufren la
vergüenza y el ridículo de asistir a un espectáculo que es una
burla y un oprobio a las verdaderas esencias de la Tauromaquia.
Estando las cosas así, y sin ningún ánimo ni intención de
enmienda, la Tauromaquia ha pasado de ser un posible ritual
artístico y mágico a un vulgar y vergonzante espectáculo, más o
menos sanguinario, donde un animal moribundo y descastado, para
nada bravo y pujante, es más o menos mareado y vilipendiado por
unos señoritos vestidos de toreros que se esfuerzan durante dos
horas en acosar, con capas y muletas, puyas y banderillas, a un
pobre animal que bastante tiene con permanecer a cuatro patas
sobre el albero. ¡Y para qué hablar de los toreritos del
momento, hechos a golpe de marketing y revistas del corazón, y a
los que apenas le suenan aquello de “cargar la suerte”,
“adelantar la pierna contraria”, “torear para los adentros” o
“ejecutar la suerte suprema cruzando la mano izquierda” !:
antiguallas que no tienen ningún sentido ni ninguna esencia...
Para estas alforjas juro que sería más coherente y menos
sanguinario sustituir al pobre animalito por la famosa
carretilla de los entrenamientos de salón.