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LA VOZ DE UN
ARISTÓCRATA DEL TALENTO
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Valera -escribía Clarín- ha llegado a ser nuestro primer
literato. Estudiando sus facultades y aptitudes, guiándolas por
donde quería su naturaleza que fueran guiadas, tomando de la
civilización todo el alimento que una gran cultura le permitía
asimilarse, ha sabido hacer de un sólo hombre un crítico
excelente, un erudito notable, un novelista singular, un poeta
culto, un diplomático experto, un hombre de mundo muy agradable,
un conversacionista sin igual en España, y otras muchas cosas
buenas que sin duda a mí se me olvidan en este momento». Y
añadía: «Y, por último, en las poesías de nuestro D. Juan hay
mucho que saborear, mucho que sentir, mucho que aprender».
Pero también es novelista, el mayor del grupo de novelistas que
se conoce como la Generación de 1868. Alarcón y Pereda tenían
nueve años menos que él y Galdós, diecinueve; pero todos
publicaron sus primeras novelas a distancia de pocos años. Entre
1874 y 1879, Valera publicó cinco novelas psicológicas de tono
idealista: su obra maestra Pepita Jiménez, Las ilusiones del
doctor Faustino, El Comendador Mendoza, Pasarse de listo y Doña
Luz. A fines de este decenio era probablemente el mejor
novelista de España.
Juan Valera nació el 18 de octubre de 1824 en la ciudad de
Cabra, provincia de Córdoba. Pasó su juventud en su ciudad natal
y en el pueblo colindante de Doña Mencía; más tarde, la familia
vivió durante temporadas en Córdoba, Madrid y Málaga. Después de
asistir al Seminario Conciliar de Málaga, Valera hizo la carrera
de Derecho en Granada y Madrid. Sus primeros poemas salieron en
revistas granadinas y malagueñas, y en 1844, para celebrar sus
veinte años, su padre le costeó la publicación de un tomo de
versos, Ensayos poéticos.
Al terminar sus estudios, Valera se trasladó a la corte.
Frecuentó las tertulias literarias del Café del Príncipe. En la
primavera de 1847 obtuvo el puesto de agregado sin sueldo en
Nápoles bajo el duque de Rivas. Allí conoció al costumbrista
Estébanez Calderón. También allí trabó amistad con Lucía
Paladio, la marquesa de Bedmar, «la persona que yo más he
querido en el mundo», según nos dejó dicho Valera. En 1849,
Valera renunció a su puesto en la embajada de Nápoles y regresó
a Madrid. Después de unos meses fue nombrado agregado de Lisboa,
y desde allí se trasladó a Río de Janeiro. Escribió con desdoro
de la hija mimada de su jefe, José Delavat, la cual tenía
entonces siete años, diciendo que era «fea como el pecado». Poco
sospechaba que quince años más tarde se casaría con ella.
Valera volvió a Madrid en noviembre de 1853. Durante los dos
decenios siguientes dividió su tiempo entre la diplomacia, la
política, el periodismo y la literatura. Sirvió de jefe de
legación en Dresde en 1855-1856, de secretario de una misión
especial a Rusia bajo al rimbombante duque de Osuna al año
siguiente y de ministro en Francfort más tarde. Fue varias veces
diputado y senador.
Hasta 1853, Valera sólo había publicado algún que otro poema.
Después, empezó a dedicarse con más ahínco a actividades
literarias, especialmente la crítica y el periodismo. Fundó dos
revistas satíricas de vida efímera, La Malva y El Cócora.
Durante más de dos años sirvió de redactor principal de El
Contemporáneo, el nuevo periódico moderado del marqués de
Salamanca. Aunque había publicado sólo un tomo, Poesías (1858),
había adquirido, sin embargo, cierta fama de escritor, siendo
elegido miembro de la Real Academia Española en 1861. Luego, en
1864, publicó Estudios críticos sobre literatura, política y
costumbres de nuestros días, uno de sus mejores ensayos.
En 1866, Valera visitó a su hermana Sofía en San Juan de Luz.
Allí volvió a tratar a la familia Delavat, y encontró
cautivadora a Dolores, ya una señorita atractiva de veinte años.
Se casaron el año siguiente. El matrimonio no fue muy feliz.
Valera tenía el doble de su edad, y, ella por otra parte, no era
una persona fácil.
Después de derrocamiento de Isabel II, en octubre de 1868,
Valera desempeñó puestos políticos de cierta importancia; fue
brevemente subsecretario de Estado y director de Instrucción
Pública. También formó parte de la comisión enviada a Florencia
en 1870 para ofrecer el trono a Amadeo de Saboya. Después de la
abdicación de éste, perdió el favor y durante los siete años
siguientes se dedicó exclusivamente a la literatura. Fue el
período más fecundo de su vida. Tenía ya casi cincuenta años
cuando apareció Pepita Jiménez. Siguieron las otras cuatro
novelas ya citadas.
Valera volvió a la diplomacia. Durante siete años sirvió de
ministro, primero en Lisboa, después en Washington y Bruselas.
Lo más importante de este período fue la serie de ensayos,
Apuntes sobre el nuevo arte de escribir novelas, que se publicó
en la Revista de España en contestación a La cuestión
palpitante, el manifiesto naturalista de Pardo Bazán. En 1888
empezó a publicar una serie de artículos en forma de cartas
sobre autores hispanoamericanos en La España Moderna y El
Imparcial. En 1893, Valera fue nombrado embajador en Viena.
Durante su estancia en esta ciudad publicó dos cuentos en La
España Moderna.
Al volver a Madrid en 1895, estaba casi ciego; tenía que dictar
todo a su fiel secretario, Pedro de la Gala. A pesar de estos
impedimentos fue otro período muy fecundo. Escribió más de
ciento treinta ensayos de toda clase -reseñas de libros
recientes, artículos polémicos fustigando a los Estados Unidos
por su papel intransigente en la cuestión de Cuba, y revistas
para periódicos bonaerenses con noticias de la vida cultural en
España. Su Florilegio de poesías castellana del siglo XIX, con
introducción y notas, salió en cinco volúmenes. Con sus amigos
el conde de las Navas, Narciso Campillo y el Doctor Thebussen
publicó en 1896 una colección, Cuentos y chascarrillos
andaluces, que causó cierto escándalo. Y lo que es aún más
importante, tras un intervalo de quince años, volvió a cultivar
la novela. Juanita la Larga, salió en 1895; Genio y figura, en
1897, y Morsamor, dos años más tarde. Juan Valera murió el 18 de
abril de 1905, mientras escribía un discurso académico,
«Consideraciones sobre el Quijote», para conmemorar el
tricentenario de la publicación de su libro predilecto.
Aunque Valera escribió sus primeros poemas en plena época
romántica, su inspiración es más bien clásica. Hay poemas,
especialmente los juveniles, inspirados por poetas latinos. «En
los místicos -decía Valera- tomé a manos llenas cuanto me
pareció más adecuado a mi asunto». Valera publicó su primer
artículo de crítica literaria en 1853 y siguió cultivando el
género hasta su muerte, cincuenta años más tarde. Escribió más
de quinientos artículos. Poseía las cualidades necesarias para
ser un crítico de primer orden. Tenía buen gusto; leía francés,
inglés, alemán, portugués e italiano, además de latín y griego;
y conocía a fondo las literaturas occidentales y antiguas.
También se expresaba con facilidad y gracia. Valera es uno de
los más importantes críticos españoles de la segunda mitad del
siglo. De hecho, fue casi el único de cierta envergadura entre
1855 y 1875.
La mayoría de sus novelas tienen bastante en común. Con la
excepción de Pasarse de listo se desarrollan en un escenario
andaluz. Había escrito que los primores de la bella Andalucía le
gustaban solamente cantados por los poetas. Posteriormente
escribía desde Cabra: «Creo que no puede darse nada más fértil,
dada la sequedad del clima y el ardiente sol de Andalucía, y la
estación en que estamos. Sin duda que esto será hermoso en
primavera y no tendrá que envidiar a la mejor tierra del mundo».
Aunque no se puede considerar a Valera como costumbrista como a
Fernán Caballero, Pereda, Palacio Valdés o Pardo Bazán, hay, sin
embargo, toques regionalistas en estas novelas. Además la
temática se repite: la ambición frustrada, la ilegitimidad, el
conflicto entre el amor y la vocación religiosa. «Alumbrar lo
que ocurre de grande y de bello en el fondo del alma de personas
vulgares por la apariencia o la condición -escribía Manuel
Azaña-, fue el propósito trascendente de Valera novelista». Y
como dijo Clarín: «Para mí el señor Valera es el mejor prosista
contemporáneo de los que escriben en español (porque el señor
Castelar no escribe en español, escribe por lo divino..., y ése
no cuenta)».
Recordando a Schopenhauer, podríamos decir que Valera fue un
poeta de la voluntad de vivir. Era un optimista, que es la
filosofía de la salud y la fortuna y la filosofía a que inclina
el espectáculo de la antigüedad clásica y el trato con ella. No
es el optimismo la filosofía más profunda, pero es la más
amable. Ese optimismo de Valera nos deja una herencia de belleza
riente y serena, de gracia helénica. Don precioso en estos
tiempos que a tan a menudo oímos decir a pensadores y artistas
lo que dice el Esopo de Bárbara: que la vida es cada día más
triste.
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