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¿Estás bien?; no te preocupes, somos la Guardia Civil, venimos a
rescatarte. Todo está en orden, enseguida te sacamos; estate
tranquilo.
Las voces llegaban por una pequeña abertura de la plancha de
hierro que cerraba pesadamente su tumba. Aterrorizado y
temblando por ello, más que por el frío, se acurrucó en un
rincón como tantas veces. Protegió la cabeza con sus manos y
rodeó las rodillas con los brazos flacos y débiles. Quiso rezar
pero apenas pudo, el griterío del exterior reclamaba su
atención. Voy a morir -se dijo-.
El férreo techo parecía que se deslizaba lentamente. Lo miraba
de reojo temiendo ver las caras de sus asesinos, hasta ahora
desconocidos; jamás le habían hablado, jamás los tuvo delante.
Desde que le enfundaron la cabeza con una capucha de lana negra
y le introdujeron en el maletero de su propio coche, no había
visto a nadie. Ya no le dolían los golpes recibidos, fue hace
mucho, ya no echaba de menos una comida medianamente nutritiva,
casi ni añoraba el mundo exterior. Todos los días pensaba en su
muerte y la esperaba con ansia.
Hoy, por fin, iba a recibirla allí mismo, en su oscura y húmeda
tumba de tantos meses. Me dispararán desde arriba, por la
rendija que tanto les cuesta abrir -pensó- es lo más fácil para
ellos, no creo que se compliquen la vida.
Quería rezar, pero se distraía mirando a la chapa de hierro que
apenas habían movido.
Quería llorar, pero después de tantos meses de enterramiento no
le quedaban lágrimas. Quería gritar pidiendo piedad, pero no se
atrevía por no provocar las risas de sus secuestradores.
Siguió agazapado en el suelo frío y encharcado. Los gritos de la
superficie le llegaban lejanos y apenas inteligibles.
-Ya queda poco. No te preocupes, ten paciencia. Somos la Guardia
Civil, ya estás a salvo.
No reaccionaba, no decía palabra. No se creía nada. La oscuridad
de tanto tiempo de encierro lo había ennegrecido todo: el
agujero, sus ojos, su corazón, su capacidad para pensar...
Quería rezar, quería llorar, quería gritar...
La pesada plancha de hierro se elevaba poco a poco, muy
despacio. Levantó la cabeza y no vio nada. La oscuridad de
tantos meses estaba allí, dentro y fuera de su tumba, pero por
los espacios que se iban abriendo sobre él, penetraron de pronto
innumerables haces de luz, de intensa luz que le hizo daño. Le
dolieron los ojos y escondió la cabeza para esperar el final que
no llegaba. Qué terrible agonía, qué crueldad me regalan - se
decía, gimiendo y lloriqueando - y volvió a escuchar voces y
gritos y órdenes.
De nuevo, temeroso y moribundo, elevó la vista y no distinguió
nada, sólo luz que le dolía, que le cegaba.
-Tranquilo, enseguida estarás fuera, ya falta poco. Te
llevaremos al hospital y luego... a casa.
Empezó a creer, soltó sus manos que se aferraban sobre su
cabeza, buscó apoyo en el suelo encharcado y comenzó a erguirse
tanteando la pared. Por primera vez después de una eternidad, su
cabeza no tocó la plancha de hierro, podía estar de pie.
Desde arriba saltaron unos hombres, quizá tres, encapuchados y
armados con linternas que vomitaban la luz que tanto le dolía,
no se sabe qué le dijeron, puede que le diesen ánimos, que le
felicitasen, que le hablasen de la vida que estaba a punto de
recobrar, pero él, abrumado, apenas comprendía.
Le tomaron por los brazos y él se tambaleó, le izaron como a un
ligero paquete y desde arriba lo recogieron sin esfuerzo. Era
muy poca cosa, apenas quedaba de él el esqueleto, un pellejo y
una barba espesa y sucia. Las cuencas de sus ojos parecían
vacías tras los párpados cerrados.
El alboroto fue indescriptible, vivas a él, a la Guardia Civil,
a la patria y a la libertad. ¡Asesinos! ¡Asesinos! Gritaban a
los secuestradores ausentes.
Aturdido, flotando, ido... no reaccionaba, ni siquiera sonrió a
los políticos que le abrazaron.
La situación era agobiante y en ese momento, más que nunca,
quería rezar, quería llorar, quería gritar... ¡¡Déjenme en
paz¡!, pero no le salieron las palabras, ni la voz, ni el
alarido, todo quedó en su pensar ahogado por la fuerza de su
debilidad.
La policía tenía formado un círculo de protección, de seguridad,
pero todos lo habían rebasado; los secuestradores, ya lejos,
fuera de él para alejarse, los periodistas y fotógrafos, dentro
de él para acercarse.
Todos le empujaban, le alumbraban, le preguntaban, y él no podía
moverse, le mantenían casi suspendido en el aire frío de aquella
noche y, aunque sus pies no se movían, él iba de un lado para
otro, traído y llevado sin poder decidir por sí mismo, sin que
nadie le oyese cuando pedía que le llevaran a su casa, con los
suyos y, después de tantos meses de encierro, de secuestro, de
sentirse muerto, le sorprendió la agobiante libertad.
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