No soy muy dada a releer libros, aunque éstos hayan dejado en mí
una agradable sensación, aunque me hayan llenado el alma. La
razón está, creo, en mi impaciencia; sé que aguardan otros
libros, otras historias capaces de tambalear gratamente mi
interior, y a ello, evidentemente, no quiero renunciar. Sin
embargo, y porque también soy dada a las excepciones, hace unos
días he terminado de releer uno que descubrí ya hace unos años.
Se trata de La plaza del diamante. La casualidad me había hecho
comentarlo con unos amigos y, así, sin darme cuenta casi, me
encontré una noche con esta novela de Mercé Rodoreda en mis
manos por segunda vez. Y por segunda vez ha vuelto a
maravillarme su magnífico y deslumbrante lirismo.
Ignoro qué es exactamente lo que ocurre cuando un libro llega a
emocionar de verdad, si es que nos enseña un poco a vivir y a
ser mejores, o si acaso él mismo nos hace descubrir lo que
realmente y en el fondo somos. Sea como fuere, sé que la
historia que me cuenta Colometa, la dulce protagonista de esta
novela, me enseñó y me sigue enseñando un camino a seguir: el de
la belleza , que, sorprendentemente, se encuentra en los
rincones más pequeños e incluso insignificantes. Colometa, que
no sabe para qué ha nacido, nos relata su existencia desde que
conoció a Quimet durante un baile en la Plaza del Diamante. Y
tras ello, la boda, los hijos, la guerra civil, el hambre y un
marido muerto... Y ella continúa sin saber para qué está
viviendo, aunque bien nos hace ver esas enormes alas que tenía
en el alma en unos preciosos pasajes llenos de lirismo, en los
que palpamos esa su belleza interior, su sensibilidad, su
capacidad para amar y sentir con todas las fuerzas. Pero
Colometa sufre y calla, como si sólo eso le hubieran enseñado.
Y el lector, sin duda sufre, y calla, y ama con esta mujer que,
sin saberlo, nos está llevando a soñar también con alas en el
alma y con cielos plenos y densamente azules. Y el lector al
final acaba feliz, admirando casi esa serenidad que termina
acariciando el corazón de Colometa cuando, ya pasados los años,
los hijos mayores, arrancado el dolor por Quimet, por las penas
sufridas, y por el silencio tragado salvajemente, se siente una
paloma agradecida por tener su pequeño cielo junto a Antoni, el
hombre que la quiere.
Pasados los años de la primera lectura, nuevamente me siento
atraída por el final de esta novela, que creo que siempre ha ido
conmigo: «El agua estaba fría y eso me hizo recordar que el día
antes, por la mañana (...) había llovido mucho y pensé que por
la tarde, cuando fuese al parque como siempre, a lo mejor
todavía encontraba charcos de agua en los senderitos. Y dentro
de cada charco, por pequeño que fuese, estaría el cielo, el
cielo que a veces rompía un pájaro, un pájaro que tenía sed y
rompía sin saberlo el cielo del agua con el pico. O unos cuantos
pájaros chillones que bajaban de las hojas como relámpagos, se
metían en el charco, se bañaban en él con las plumas erizadas y
mezclaban el cielo con fango y con picos y con alas.
Contentos...
El cielo, insinúa Colometa, está en el lugar en el que seamos
capaces de verlo, y allí, en nuestro cielo particularísimo,
podremos satisfacer nuestra sed de azul y de alas.
Pienso que hay que sentir mucho, emocionarse mucho, querer a la
gente para hacer una obra como ésta. Y yo, en definitiva,
agradezco que así lo hiciera Mercé Rodoreda.