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Elena y Jacinto hablaban sobre el proyecto que desde hacía algún
tiempo tenían en mente: -Elena, esta tarde debemos resolver lo
del testamento de ambos, no podemos dejarlo, porque sería
imperdonable que nos ocurra algo y todo quede por hacer.
-Por lo que a mi respecta -contesta ella- sabes que nada tengo
que objetar; bien es vedad que aún somos jóvenes, pero quién
está libre de algún accidente, y más nosotros con lo que
viajamos en nuestro «Mercedes».
Plenamente de acuerdo, la feliz pareja, previa cita, se
encaminaron a la conocida notaría del Sr. Pozuelo. Después del
saludo de presentación, Jacinto tomó la palabra y puso sobre la
mesa todos los documentos que requería el caso. Elena prudente,
dejó que fuese su marido el que llevase la voz cantante, pues lo
consideraba superdotado en el asunto. Al fin y al cabo eso era
lo que había hecho desde que se unió a él. En su fuero interno,
quizás no compartiera totalmente sus ideas, aunque no en el
asunto concreto que hoy trataban de solucionar, ya que
comprendía las razones de él con respecto a la casa que
habitaban que no eran bienes gananciales, pues la había heredado
de sus padres, y si era a él al que le tocaba «marcharse» antes
al «Edén de los silencios», no consideraba justo que su esposa
la pudiera compartir con otro... Estas celosas apreciaciones
eran bastante discutibles, pero ella no tenía valor para
hacérselo ver, y menudo era éste cuando algo se le metía en la
cabeza. Por lo que consideró lo mas prudente, callar y firmar,
que para eso había ido.
Cumplidos todos los requisitos, salieron satisfechos, sobre todo
él, porque la pobre Elena no quedaba muy bien parada en el
asunto. En el caso hipotético de sobrevivirle, seria dueña de
todo menos de la casa, pues aunque viviera en ella a
perpetuidad, estaba destinada a los sobrinos de Jacinto, ya que
ellos no tenían hijos. El propio notario había intentado hacerle
ver lo injusto de su proceder, toda vez que llevaban mas de 20
años casados, pero nada, no fue capaz de hacerle desistir de su
idea, y «como el cliente siempre tiene la razón», pues no hubo
retracto.
Tuvieron que transcurrir bastantes años para que Jacinto
comprendiera su error testamentario, y como todo tiene arreglo
menos la muerte, una mañana de primavera deciden cambiar los
testamentos por otros más justo. Esta vez lo puso en manos de un
nuevo notario, también de renombre, sólo que de la capital.
Jacinto, hombre de ideas luminosas, había forjado en su mente
inquieta un fatídico final para los dos. Nada menos que podían
morir ambos «el mismo día y a la misma hora», por un accidente
de tráfico u otro, que más da, y naturalmente él quería que todo
quedase arreglado a su gusto, más que nada para que los
herederos no pudieran reprochárselo jamás. Sobre esta genial
idea mortuoria le dio amplia explicación a D. Torcuato para que
comenzara a trabajar sobre lo expuesto. Con gran dominio éste
escribió lo sustancial de ambos testamentos, entregándoselos
para que lo estudiaran en casa.
Cuando Jacinto lo lee con detenimiento, sus cejas se fruncen en
un gesto de contrariedad y comenta; -Esto no es lo que yo le
dije; D. Torcuato lo ha tergiversado todo. Mañana mismo aclaro
la cuestión.
Efectivamente, volvieron al despacho notarial. Jacinto comenta
sus puntos de vistas y D. Torcuato rectifica, no con muchas
ganas que digamos, pero el cliente es el cliente. Al final le
dice: -Espero que ahora esté de su agrado, si no es así, aquí
estoy a sus órdenes -y le entregó el amplio sobre con su mejor
sonrisa.
Pero tampoco esta vez quedó satisfecho Jacinto, y se decía:
-¡Nada, que no me gusta! Don Torcuato no acaba de comprender mi
idea de morir los dos el mismo día y cambia los conceptos;
mañana otra vez a la capital. Elena naturalmente estaba
contrariada, pero no se atrevía a manifestárselo, porque sería
ella la que pagaría el «pato», y pensaba: «con lo simpático que
es D. Torcuato y los sabios consejos que nos ha dado, tan
generosos; ¡ay!, si este marido mío no fuese tan gafe y le
hiciera caso. ¿Por qué se tiene que preocupar tanto de los
demás?, ¿no sería mucho mejor hacer lo que nos aconseja el
notario, que nos gastemos todo el dinero en divertirnos?, pero
no, eso no lo haremos nunca. Me viene a la memoria D. Florencio,
un amigo nuestro que, pese a sus elevados sentimientos y status,
no hizo testamento, con la «sana» idea de que sus inmerecedores
herederos, por parte y parte, se pelearan entre ellos después de
su óbito, algo que llegó a suceder. Pero claro, nosotros no
podemos hacer como él, porque, sobre todas las cosas, amamos a
nuestros maravillosos sobrinos.»
Después de estos pensamientos Elena se inspiró y escribió un
poema para D. Torcuato, que pensaba darle en el caso concreto de
que los testamentos quedaran ¡al fin! del gusto de su marido. A
Dios le pedía que acabase de una vez ese «peregrinar
testamentario», pues la próxima vez, era ya la tercera, y eso
tiene «tela marinera»...
Cuando a la mañana siguiente los ve entrar D. Torcuato, la
secretaria y un funcionario, en la cara de estos se reflejaba la
sonrisa. El notario, al estrechar la mano de ambos le dice
amablemente: -Qué, ¿está ya de su gusto o he omitido algo?
-Pues, sí, faltan algunos requisitos, que de arreglarlos
quedaría realmente perfecto. -Pues dígame cuáles son, que estoy
deseando complacerle. Jacinto los expone y D. Torcuato los
corrige sobre la marcha. Cuando los entrega, le manifiesta que
lo lea antes de firmar y pagar su importe.
Cuando felizmente termina el documento, Elena saca de su bolso
el poema y se lo lee a D. Torcuato, secretaria y testigos. Decía
así:
Además de buen notario
que su experiencia acredita,
elocuencia en las palabras
que trasmiten convicción,
su paciencia es evidente,
pues tiene con sus clientes
mucho más que tuvo Job.
Con tres modificaciones
en un sólo testamento,
hay que tener mucho temple
para no salir corriendo.
En fin, espero que no se cumpla
el fatídico accidente
que a mi esposo trae sin sueño,
esa obsesión solidaria
de «marcharnos» el mismo día.
Si logro salir ilesa
de la horrible pesadilla
y en este juego macabro
soy quien gana la «partida»,
doy fe: seré fiel a sus consejos
plenos de filosofía,
me gasto todo el dinero
y a vivir, ¡que son dos días!
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