También era domingo
la tarde-noche en que llegó La Muerte
al ser querido que colmó
de ilusión los años de mi infancia.
Llevado del dolor que dejó en mí
tener que acomodarme
a saber que era cierta su ausencia
(como era cierto el hueco que no llenó ya nadie)
quise, con dieciséis
años, creerme
un lírico poeta
y cantar su persona tan amada.
Pero no pude.
Fue vano todo intento.
Sólo supe llorar.
Llorar con el furor del terremoto.
Y comprendí
que, cuando el alma llora,
no dicen nada las palabras
pues son aire vacío.