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Estoy cansado de ver tanta luz, tan blanca y tan brillante. Mis
ojos se resienten y los cierro para concentrarme en mis cosas.
Aquí no hay privacidad. No me consuela el hecho de ver a los
demás en las mismas circunstancias que yo. Somos muchos,
demasiados, ocupando un espacio que se presenta infinito y a
pesar de ello estamos hacinados, muy juntos unos de otros, y no
por ello mantenemos la más mínima conversación. Todo aquí es
blanco y limpio, radiante de pureza, me atrevería a decir, pero
en la práctica somos como figuras de mármol copiadas de lo que
fuimos. Todo lo nuestro está lejos, todos los nuestros se me
hacen inalcanzables, irrecuperables y sin embargo estoy bien,
sereno y sin padecimientos. Solo, y siempre a escondidas, lloro
la lejanía, la enorme distancia que me separa de ti y que ya
jamás podré desandar. Te espero todos los días de esta
eternidad, alzo la cara y te busco en el horizonte. Veo, y sé
que es una ilusión, tu figura lejana, ajena a mis deseos,
olvidados ya los apetitos que despertabas en mí. Te creo a veces
recordando nuestros abrazos, nuestras manos unidas y
entrelazados los dedos, aquellas miradas que todo lo decían, los
cálidos silencios que nos cruzábamos y los arrebatos simultáneos
que acababan en el más cariñoso de los abrazos, en el más dulce
de los besos.
Cómo sufrías. Era en ti el temor exagerado. Recuerdo las noches
previas a mis viajes, tu instinto y tu amor me querían retener,
y te abalanzabas sobre mí, en la cama, con todo tu cariño,
entregándote desde las mismas entrañas, haciendo bello y puro
nuestro amor, y luego, jadeantes, restábamos en silencio minutos
eternos.
¿Cuándo vuelves? ¿Me llamarás en cuanto llegues? Ve despacio.
-Me decías.
Qué temores te abordaban. Qué inmenso era el miedo que te
producía lo incontrolado, qué terrible la soledad que imaginabas
si me ocurriese algo.
Te recuerdo desde aquí, con una leve angustia, queriendo tenerme
siempre y a mí eso me gustaba y sonreía y, cariñoso, me burlaba
de ti y a veces te decía: ¡qué pesada eres! Y tu respondías:
bueno, me callo, pero no corras y llámame cuando llegues. Y yo
sonreía.
Ahora te añoro y presiento que sufres al no saber dónde estoy,
dónde fui a parar.
La noche se iba ganando el tiempo, avanzaba envolviéndome y
ennegrecía el horizonte. Te hice caso, iba despacio, pero fuera
helaba. El pavimento viejo y estropeado se fue haciendo
resbaladizo. Por aquella carretera tan llena de curvas me
acercaba a mi destino. Los faros iluminaban las cunetas, unas
veces la derecha, otras la izquierda, de nuevo la derecha y así
descubrían que no todo era oscuro, que la carretera vieja y
curva, seguía allí para llevarme.
Fue un instante, con un brusco golpe de volante, intenté
esquivar al enorme camión que, al salir de la curva se
abalanzaba sobre mí y me fui de lado, choqué con el muro que
pretendía proteger no sé si a los conductores o al precipicio y
reboté despedido de nuevo, contra el camión, empotrándome en él,
bajo la caja metálica repleta de congelados, entre su segundo y
tercer eje y así, convertido en apéndice del propio camión, fui
arrastrado no sé cuántos metros. Un poco más adelante, más atrás
para mí, el coche ya era un amasijo de hierro y cristales rotos,
de elegante tapicería teñida con mi propia sangre, se desprendió
del camión y, lanzado violentamente contra el pequeño muro de
protección, voló por los aires descendiendo a una velocidad que
yo nunca hubiese alcanzado ni en autopista, rodando, chocando,
girando y volteando. Parecía que nunca se detendría. Yo era una
piltrafa en su interior. Atado con el cinturón de seguridad que
me iba rompiendo las costillas de una en una. La cabeza se
bamboleaba como el cuero de una honda y todo yo era un cuerpo
desgarrado.
Se murió la noche sin que nadie supiera de mí. Al amanecer creía
oír el ruido de motores, el pasar de coches que supuse venían en
mi auxilio y mis sentidos se perdieron en aquel barranco. Oí mi
muerte, la vi llegar y hasta creo que durante un largo rato
estuvimos charlando. Me parece recordar que llegamos a discutir.
-Te ha llegado la hora.
-No, le decía yo, ¿estás segura? ¿Sabes lo que dejo si me llevas
contigo?
-Eso a mí no me importa, si tuviese que entretenerme en pensar
cosas así, ¿cómo haría mi trabajo? Todos dejáis algo. No
pensarás que te sucede sólo a ti ¿verdad?
Me resultó un ser abominable, intransigente. Pensé que, si yo
fuese la muerte, procuraría ser más dulce con los pobres vivos,
intentaría hacerles el duro trance, si no más agradable, al
menos un poco más llevadero, esa actitud, pensé, me honraría y
quizás hubiera conseguido, después de tantos siglos de ejercer
la profesión, un poco de comprensión.
Yo les diría a los vivos, cuando fuese a recogerles, que tenían
que venir conmigo, que donde les llevaba era un buen sitio. Que
dejarían de sufrir, que allí no hay dolores ni odios, que el
amor no es necesario y por eso no existe el desengaño, que el
lugar rebasa el infinito inundado de luz, que no molesta nadie.
Que allí se acaba todo, y que en el mundo la vida es insufrible.
Les haría contemplar sus propias vidas, repasar sus pasados,
contemplar en un instante sus miserias y, con todo ello, me
seguirían felices.
La muerte a mí no me dijo nada de eso, sólo me cursaba órdenes
que yo no quería obedecer, pero si me hubiese dicho lo que yo
diría si fuera muerte, no me hubiese convencido, le habría
respondido a gritos que todo era mentira, que mi entorno era
otra cosa, que en mi vida estabas tú y quería seguir viviéndola
contigo, pero nuestro diálogo no dio para tanto. La muerte es
tajante.
Y tú no sabes dónde estoy. Y yo no puedo ver dónde estás. Esta
luz tan blanca y brillante me ciega y aunque sé que allí, detrás
de todo, al otro lado de este infinito hay un pequeño hogar que
te recoge, que te da calor, que te abriga en los inviernos,
donde me echas de menos, donde mantienes ahuecado y esperándome
el almohadón de mi butaca, aunque todo eso lo sé, no me está
permitido ir a ti. Me retienen. Sin ligaduras, pero me retienen,
con buen trato, pero me retienen, llenándome de atenciones, pero
me retienen. Y yo no sé cómo evadirme. Tan sólo el pensarlo me
cuesta. ¡Evasión! Parece que en este lugar la palabra no existe,
ni evasión ni ninguna otra. No puedo comunicarme con nadie. Les
veo, pero no puedo hablarles, los tengo cerca y no puedo
alcanzarles. Todos están solos, todos silenciosos. La sonrisa,
en este lugar, es el único idioma conocido. Miro a alguien y me
sonríe, me acerco a alguien y se aleja sonriendo, intento gritar
tu nombre y únicamente me salen sonrisas. Sonrisas de ángel,
dulces, blancas, luminosas como la luz de este lugar, pero sólo
sonrisas.
Qué extraño es todo. Tampoco yo sé dónde estoy. No veo rótulos
ni indicaciones. Con mi vista escudriño todo lo que me rodea en
busca de una pista, de un nombre, de un idioma, pero nada
identifico.
Si, ya lo sé, no debiera hacerlo, pero a veces desespero, y yo
mismo me enfrento a mí mismo, y me reprimo, y no quiero
reprimirme, y pasa el tiempo, aunque ni de eso estoy seguro, y
no te alcanzo y no te veo y no te tengo. ¿He de esperar que
vengas tú a mí? Si, me temo que sí. Esto me pasa por estar
muerto...
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