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Sobre la mesa del comedor el hule pegajoso dejaba asomar su
alma tramada de hilos pálidos, procurando disimular los arañazos
de Chusa. En el centro, una balanza oxidada observaba el
resbalar de la rutina en una casa donde parecía que el tiempo se
había congelado. Sólo el ronroneo de la gata y algún coletazo al
pasar derribando el platillo distraían la atención de doña Rosa.
Despacio, levantaba sus casi noventa años de la poltrona donde
acomodaba sus desvencijadas caderas, mascullando el ferviente
deseo del paso a mejor vida de su animal de compañía, pasando
repentinamente al arrepentimiento por el ahorro en su
manutención, pues se nutría de los insufribles roedores y las
repugnantes cucarachas que correteaban por los bermejos
ladrillos del suelo.
Con trabajo estiraba el brazo para arreglar el estropicio y se
dirigía a la ventana por cuyas heridas se colaban el frío
disfrazado de frescor estival y la luz silenciosa de la
amanecida. Desde allí, sus ojos pitarrosos luchaban con denuedo
contra la turbiedad del cristal. Librada la justa, la victoria
le venía otorgada en forma de rasguño transparente para mirar,
sin tiempo, la higuera que presidía el huerto. Había limoneros,
ciruelos, nísperos, mas no alcanzaba a adivinar la naturaleza de
tal fascinación por un árbol de fruto tan perecedero.
Doña Rosa arrastrando los pies, pegados desde toda la vida a sus
babuchas negras, salía al patio. El cordaje del cuello se
estiraba cuanto podía para mirar el azul entre la enredadera de
jazmines. Su nariz aguileña inspiraba el olor dulce de aquellas
estrellas blancas de cinco pétalos, siempre encendidas, y su
rostro rosado, surcado por innumerables arrugas e iluminado por
la descamación de su vejez perenne, agradecía la frescura del
agua del pilón por donde nadaba a su antojo una nube oscura de
gusarapos. Tras la ablución se dirigía al huerto. Sus pasos
renqueantes la obligaban a rozar la hierbaluisa, enganchando las
hojas a su toquilla oscura en un nulo afán de frenar el empuje
lento de la anciana para encontrarse con su árbol más querido.
Como si de un amante fiel se tratara, permanecía quieta frente
al árbol, dejándose intimidar con su mirada inexistente y clara,
contemplando sus ramas, sus hojas lobuladas tan particulares. Le
gustaba verlas cubiertas por las lágrimas de la aurora,
acariciarlas, mojarse el rostro con aquellas perlas deshechas y
retener durante todo el día una humedad y un perfume tan
distinto. Luego cogía un higo. Sus manos temblorosas dividían la
piel en siete tiras, asomando el recubrimiento de pureza que
guardaba celosamente la pulpa rojiza, aún intacta, del manjar
codiciado. Con los ojos cerrados alargaba los labios. Tras
sorber un beso inmaculado introducía el extremo del fruto en su
boca desdentada. La lengua ayudaba a arrancar y a saborear ese
trozo carnoso de puro almíbar dejando senderos invisibles de
azúcar líquido por sus encías. Al tragarlo, tenía la sensación
de haber experimentado algo parecido a una abducción.
Doña Rosa, al igual que Visnú en una de sus nueve metamorfosis,
nació bajo la sombra fría de su higuera. Éste era ya un árbol
centenario cuando su madre la parió una calurosa mañana de
agosto. Sus ramas la acurrucaron y sus susurros le dedicaron una
nana salvaje que acunó su primer sueño. Cuando cumplió dieciocho
años su padre le regaló un higo de oro del que jamás se separó.
Siempre estuvo con ella hasta la noche en que se acostó para
nunca despertar. El labriego que le recogía los frutos para
venderlos en la lonja no encontró el colgante. El muy pirata
pensó apropiarse la alhaja en recompensa a los servicios
prestados. Puso la casa patas arriba, miró cajón por cajón.
Nada. El higo de doña Rosa había desaparecido. Días más tarde
las ruedas medio vacías de una paquetera se incrustaban sobre la
calvicie de los chinos del callejón. El letrero «Dijo Sema y se
durmió», coloreado en verde chillón, parecía estar embarcado en
una patera surcando las olas salvajes de aquel estrecho terroso.
Pasada la marejada, sorteando los residuos del mareo abrió su
boca de metal para engullir de un bocado el hule pegajoso, la
balanza oxidada, los visillos mugrientos y los cuatro muebles
agujereados por la carcoma y la soledad que acompañaron a la
anciana hasta el final de sus días. La casa se fue cayendo a
pedazos, los jazmines se apagaron dejando caer sus pétalos secos
y amarillentos, las hojas de la hierbaluisa ya no enganchaban ni
el aire, pero la higuera seguía en pie, desafiando a quien la
mirara, con sus hojas tan particulares, sin un solo higo,
acompañada por un gaterío perezoso y perpetuo, como su vida.
Hoy, gracias al amor a la naturaleza, este árbol eterno forma
parte de un jardín botánico y sigue vigilando a quien se le
acerca sigiloso buscando su sombra y su frío durante las horas
de visita. Admiran su tronco claro, su frondosidad, sus hojas
acharoladas por el rocío de la mañana, pero lo que no pueden
admirar es la lealtad.
Ella reposa a poca profundidad, al amparo de la vida que otorga
la propia tierra cuando transforma la muerte en materia.
Las raíces de la encina cobijan el esqueleto de un felino con un
higo de oro colgado al cuello.
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