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Cuando vamos por la calle vemos «gente». La «gente» es parte
del mobiliario de la calle. Esa gente son «personas», todo el
mundo lo sabe, aunque no se suele contar con ello cuando se va
por la calle. Las «personas» tienen ojos que te ven y te juzgan.
Tras ellos se esconde un ser humano como tú y como yo, con una
vida propia llena de problemas y alegrías. Sin embargo, cuando
se pasea por la calle se tiende a despersonalizar los rostros y
a convertirlos en gente, en mobiliario urbano. Se deambula por
el bosque de gente como si por un bosque de pinos se deambulara,
ignorando los pinos, ignorando la gente, esquivando, mirando la
senda y reconociendo el terreno por si acaso aparece en la
espesura una presa, un amigo, un enemigo o una bestia peligrosa
que muerda o que pida veinte duros.
Aunque las «personas» siempre están ahí, no siempre te percatas
de su existencia. A menudo te encierras en tus pensamientos y no
caes en la cuenta de que siguen ahí, mirándote o pasando de ti,
pensando en sus cosas o sin pensar en nada.
A menudo todo el mundo abandona la clausura que imponen los
pensamientos y salimos al encuentro del otro. Yo no sé qué
pensarás tú, pero a mí me pasa que a veces advierto que una
especie de muro invisible sigue separándome de las personas que
están ahí cerca. Quizá sea porque la vista es incapaz de ver
personas, pues a ella sólo se muestran caras de «gentes». En
este sentido, mis ojos les ven y les juzgan, pero ellos,
rebajados a simples rostros, a caretas de personajes de teatro,
no parecen darse cuenta de mi mirar. Y pienso en sus vidas, en
sus problemas, en sus alegrías. Y me siento solo, encerrado en
mi faceta de «mobiliario urbano» y pienso que la soledad
consiste en saber que hay personas justo más allá de los ojos
que ves y no poder, o no querer, atreverse a mirar dentro.
También es sentirse ignorado, es decir, sentir que nadie se
asoma a mirar lo que hay detrás de tus ojos.
Todos somos solitarios y nos sentimos incomprendidos en algún
grado. Pero hay quien le da miedo y piensa que Dios le está
mirando, o que tiene un ángel de la guarda, o que un familiar
muerto le acompaña y vela por él/ella. Yo una vez sentí esa
mirada justo en la nuca. Lo recuerdo como una sensación poco
agradable, quizá porque, después de todo, no me gusta que me
miren.
De vez en cuando, me siento realmente solo con mis pensamientos.
Siento que ahora nadie sabe lo que pienso, a no ser que yo le
deje mirar. Siento que soy capaz de encerrarme en mi
interioridad y no dar a conocer nada a nadie, nunca. ¿Has
pensado alguna vez que se podría tener un secreto, una idea, un
deseo, oculto en el interior sin que nadie llegue nunca a
saberlo ni a imaginárselo? Piénsalo: lo que somos, lo que
pretendemos ser, nuestra vida interior, son cosas que nadie
llegará a saber nunca, a no ser que nosotros queramos. Y, a
veces, ni así.
O sea, que creo que estoy solo. Y no es que me comunique poco:
más bien ocurre todo lo contrario. Pero definitivamente he
dejado de creer en la posibilidad de una comunicación verdadera.
Quisiera meterme dentro de la mirada de los que me rodean, pero
no puedo. Y tampoco puedo expresar adecuadamente con palabras lo
que soy y lo que siento. Sólo obtengo sucedáneos de verdadera
comunicación, charlas esporádicas sobre temas esporádicos. Lo
cierto es que sólo me parece que estoy cerca de una verdadera
comunicación con el alma del otro cuando nos miramos, callamos,
comprendemos y sonreímos, cada cual en su feudo de carne y
huesos, incapaz de salir de sí, encerrado tras su mirada
cómplice. Y siempre con la idea en la cabeza de que la riqueza
que esa persona guarda dentro, sus secretos, sus miedos, sus
virtudes, permanecerán siempre inaccesibles a mí, ajenos a mi
mirada curiosa.
Cuando sufrimos, pensamos, sentimos y creamos, lo hacemos en
absoluta soledad. El afán por lograr el orgasmo sincronizado en
la pareja es un síntoma del admirable e imposible afán de
nuestra época por la comunicación, pues nadie puede sentir mi
orgasmo a la vez que yo. Y cuando vea la muerte a la cara, nadie
sabrá de verdad el pavor o la serenidad que voy a experimentar.
Por eso nadie puede acompañarte en tu sentimiento. Ni siquiera
cuando a dos personas les sucede lo mismo, porque cada cual es
cada cual. Dicen que el que la lleva la entiende, ¿no? Pues eso.
Y sin embargo...
Sin embargo, tenemos que enseñar a los otros lo que nos pasa, lo
que sentimos, lo que pensamos. Tenemos que gritar a los vientos
lo que agita nuestras vísceras.
Gesticulamos, conversamos, sonreímos, gritamos... Porque, como
todo el mundo sabe, la realidad que tú conoces, si sólo la
conoces tú, pierde peso ontológico, se vuelve fantasmal, es como
si no existiera. Si los demás no ven lo que yo veo, es como si
el objeto de mi mirada no existiera de verdad. No sabremos si
nuestra percepción es real o un producto de la fantasía.
Dudaremos de la sensatez de nuestros pensamientos. Estaremos
locos.
Por otro lado, ¡qué pequeño sería el mundo! Sin los otros, sin
su trato, cómo íbamos a intuir siquiera las maravillas y
horrores que esconden los lugares, los pensamientos, las
acciones, la gente. Dicen que todo verdadero viaje es siempre un
viaje interior. ¿A dónde? A fuera de lo que somos. El otro es,
por tanto, el verdadero viaje. No es la geografía, los edificios
o el idioma lo que nos lleva lejos de lo cotidiano. No. Se viaja
cuando se escapa de la propia vida (el ámbito de lo cotidiano) y
se ingresa en un modo de vivir que es extraño, que no es el
nuestro, que no sabíamos que fuera posible. La conversación es,
por tanto, el único modo de viajar que tenemos, pues no hay otro
modo de lograr que el alma abandone nuestro esqueleto, el cual
es nuestro verdadero hogar, nuestra cárcel y nuestra
circunstancia.
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