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Qué es una cosmovisión poética? Siempre se ha hablado del
«mundo interior» del artista; es una frase tópica en la
terminología literaria. Ahora bien, ese «mundo interior» es el
resultado de una violencia que nos imponemos psicológicamente;
con ella seleccionamos aquellos aspectos de la realidad que nos
parecen más gratos y fomentadores de ilusión. Decía Nietzsche:
«Hay en nosotros una facultad ordenadora, simplificadora, que
falsea y establece distinciones artificialmente. La «verdad»
consiste en la voluntad de hacerse dueño de la multiplicidad de
las sensaciones, en ordenar los fenómenos en categorías
determinadas.» (En torno a la voluntad de poder, Península, p.
189).
Podríamos citar las ideas estáticas derivadas de las
cosmovisiones de Pitágoras, Platón y Aristóteles, pero, de
momento, nos contentaremos con el concepto vitalista que hemos
esbozado más arriba. Con ello somos fíeles a la mentalidad
contemporánea en rehuir cualquier supuesto metafísico que nos
sirva de apoyo. No obstante, remito al lector interesado a la
obra de Valverde Breve historia y antología de la Estética,
Ariel.
He dicho que es una violencia que nos hacemos interiormente como
si ello fuese una traición, pero no debe ser entendido así. Esa
imposición procede de una enorme generosidad por parte de una
fuerza imaginativa que en el verdadero artista se impone sobre
su propia experiencia cotidiana, como si detestara a ésta y
valorase nada más que a aquélla. ¿Es un instinto nato o una
evasión salvadora?
Empecemos teniendo en cuenta el procedimiento por el que el
artista -el poeta en nuestro caso- accede a un mirador desde el
que ve transformado lo que le genera entusiasmo. Ese
procedimiento no es nada más que una, en principio, misteriosa
-o enigmática- capacidad de selección mitificadora de cuanto le
atrae y le aparta la mirada de un entorno desagradable.
Tendríamos, pues, que hablar de instinto de conservación más que
de intuiciones inefables. Por este mismo camino se llegaría a
aventurar que el arte ha surgido como un posicionamiento
defensivo ante el reto de la vida. Puro empirismo, lo sé, pero
si invocamos la subjetividad es porque ella ha sido la divisa
del arte de las vanguardias (recuérdese la apelación a lo
onírico y la escritura automática, por ejemplo).
Por supuesto que no es esta teoría, o más bien modesta opinión,
el esbozo de un escepticismo acerca de las capacidades
espirituales. Es más bien un tanteo que bucea en la propia
experiencia. De momento, vamos a renunciar a las denominaciones
tradicionales de la «inspiración», del «don de Dios», de la
«gran vida interior», apelativos pintorescos potenciados por el
romanticismo. Tampoco me contento con la fraseología del
vitalismo decimonónico (habría que decir los vitalismos ), que
rebajaba el núcleo intelectual del «homo sapiens» a un instinto
más o menos evolucionado y afortunado para la especie.
Sin embargo, aunque los vitalismos resten grandeza a la antigua
concepción del poeta, no nos satisface la idea de que la
auténtica poesía sea un producto psicológico, como escribía
-claro que irónicamente- el poeta Joaquín María Bartrina
(1850-1880): «Y sus creaciones de sin par belleza / sólo están
en razón / del fósforo que enciende la cabeza / ¡no de la
inspiración!», sino más bien nos convence aquel pensamiento del
francés Lucien Arréat: «La fuente de toda poesía es el
sentimiento íntimo de lo indecible». Una intimidad complicada,
pero que va más allá de lo simplemente orgánico. No nos damos
por vencidos. Continuaremos divagando hasta llegar a puerto
seguro.
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