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La rendición de Bailén. José Casado del Alisal. Casón del Buen Retiro. Madrid |
Castillo de San Sebastián. Cádiz. |
Los
primeros meses de 1808 trajeron a España tales acontecimientos
que no pudieron, por menos, que desencadenar los tristes
resultados de todos conocidos. Las abdicaciones de Carlos IV y
de Fernando VII y el desencadenamiento de una guerra de
independencia frente a un poderoso invasor, Napoleón Bonaparte,
que busca la expansión de su incipiente imperio, constituyen una
de las páginas más negras de la edad moderna española, en la que
Cádiz, para liberar a la nación, colaborará con hombres y dinero
-mucho dinero- que aportan sus vecinos y, sobre todo, sus
comerciantes.
El 2 de mayo en Madrid, no será otra cosa que el primer
estallido de un pueblo que ve, impaciente y descorazonado, cómo
zozobra su libertad y desaparecen, al propio tiempo, sus
tradicionales instituciones, entre ellas la propia monarquía que
desde hace ya doscientos años rige los destinos de la Nación y
sus extensas colonias de Asia y América. Esa lucha sangrienta
sobre las calles de Madrid, será también la bandera de guerra
que enarbole toda España como suya propia, hasta que el último
soldado francés traspase la frontera pirenaica, esa vieja
muralla que tantas invasiones contribuyó a frenar y tantos
progresos impidió que penetraran en la vieja tierra de Cervantes
y Santa Teresa.
El dos de mayo es también una rebelión contra quienes pretenden
imponer sus ideas, en este caso las de la revolución francesa,
por las armas: el pueblo español rechazaba con violencia lo que
con violencia quería imponérsele, aunque esas ideas pudieran
representar una renovación, una bocanada de aire nuevo, en una
España anquilosada por siglos de cerramiento, mirándose
permanentemente a sí misma, sin comprender que el futuro se
alcanza en el crisol de las ideas emergentes y no en el
aferramiento a las pasadas.
Al final de ese trágico mes de mayo, los gaditanos, que se
sienten traicionados por sus autoridades militares, serán
protagonistas en lo más abyecto de su vecindario, del asesinato
en la plaza de San Juan de Dios de su gobernador -y Capitán
General de Andalucía- don Francisco Solano, al creerlo
colaboracionista, o, al menos, poco decidido a tomar las armas
contra el ejército francés. Conocido es el hecho -contado por
Adolfo de Castro- que para evitar su ahorcamiento, su amigo.
Carlos Pignatelli le atravesó el pecho con su propia espada...
Entre tanto, navíos franceses, ingleses y españoles circundan
Cádiz esperando órdenes superiores para actuar sobre la ciudad o
sobre la escuadra que se haya declarado enemiga. El general
Morla, prudentemente, artilla y guarnece las costas de la
Carraca y la Isla de León hasta donde puede con los medios de
que dispone. Se arman cañoneras y bombardas y se cierra la Bahía
con cadenas y buques que se hunden ex-profeso para impedir la
entrada al Arsenal de los buques franceses. Será el 9 de junio
cuando, según Adolfo de Castro, dé comienzo el fuego cruzado
entre navíos franceses y castillos, baluartes y fuerzas sutiles
gaditanas. «Se vio -narra Adolfo de Castro- arder la llama en
nuestras cañoneras y bombardas y el estrépito y el humo
anunciaron que el combate había empezado» Las torres, azoteas y
murallas de Cádiz estaban repletas de «un inmenso y anhelante
gentío» (...) «Por el camino de Jerez al Puerto, y del de El P.
S. María a Puerto Real acudían bandadas de gentes de todas
clases con las armas que podían haber en las manos». La rabia de
los pueblos ribereños de la Bahía parecía palparse desde las
murallas gaditanas, desde las azoteas portuenses, desde las p
layas de Rota y Chipiona.
Pronto el almirante francés pediría que se le permitiese salir
de la Bahía; incluso arriaría bandera si se le garantizaba la
vida de todos los franceses que residían en Cádiz y la
provincia... El ejército francés de Dupont invadía Andalucía
acercándose peligrosamente a Cádiz y la Isla, sabiendo, no sólo
la claudicación de su escuadra, sino que los más nutrido y
selecto del ejército andaluz se encontraba en el recinto de las
dos ciudades. Los cuatro regimientos de línea, con sólo las
banderas, se llenarán vertiginosamente de jóvenes gaditanos
dispuesto a la defensa de la Nación. Los batallones de
«Voluntarios distinguidos de Cádiz», recuperados los ánimos con
la rendición de los buques, adquirirán fama merecida por su
participación en la victoriosa batalla española de Bailén, en
donde España contabilizará su primer triunfo sobre el más temido
y odiado déspota de la Francia revolucionaria. El invencible
Bonaparte, que ha saboreado sus grandes victorias en Jena,
Austerlitz y Marengo, tendrá que sufrir, con indescriptible
humillación, no sólo la derrota, sino la muestra evidente de que
podía ser vencido... «La distinguidísima parte que cupo a los
reclutas gaditanos, dígalo el regimiento de las «Ordenes», casi
todo compuesto por ellos», escribe el gaditano José de Vargas
Ponce. «Cuando se goce la historia militar de nuestras últimas
campañas -continúa diciendo nuestro escritor y marino- se sabrá
lo que fue la batalla de Bailén; se sabrá lo que en ella obraron
los reclutas de Cádiz».
Al mismo tiempo, Cádiz se transforma en una ciudad armada
gracias a la formación, como hemos dicho, de un ejército de
vecinos-soldados, dispuestos a defender el enclave-fortaleza a
costa del mayor de los ofrecimientos: la muerte, conscientes de
que España ha quedado reducida a su ciudad y a la limítrofe Real
Isla de León. ¡Todo un trágico panorama para quienes sólo
conocen de las artes de la navegación y del comercio! Si hacemos
nuestra la afirmación de Vargas Ponce, los voluntarios
gaditanos, levantados en armas, fueron aquellos que podían
considerarse como los patricios de la ciudad: «militares
pudientes, ricos, poderosos soldados que dejaban de manejar
millones suyos para manejar un fusil de la nación; que llevaban
el fusil de hierro a su morada para posarlo sobre talegas
henchidas de oro». En otras palabras, una buena parte de la
guarnición gaditana la formaba la rica burguesía comercial,
unida en armas para la defensa de sus intereses personales y los
más generales de España (1). La Cortadura, Puntales... serán
mudos testigos de cómo estos «milicianos» populares de los
primeros años del s. XIX, lucharon contra un invasor apostado en
las riberas de levante de la Bahía o la margen de más allá del
caño de Sancti Petri, a la distancia del exiguo largo del puente
Zuazo en la Real Isla de León. La contribución femenina gaditana
no puede, sin faltar al rigor histórico, obviarse en aras a que
aquella no fuese especialmente bélica. Las damas gaditanas, a
cuyo frente pusieron a la marquesa de Villafranca, Dª María
Tomasa Palafox, hija de la condesa de Montijo, darán lo que
realmente su condición de mujeres les permite en los inicios de
la edad contemporánea: ir casa por casa, como «mendigas
voluntarias», pidiendo «alivios y socorros para el soldado y el
marinero, para los ejércitos y la armada», no de su ciudad, sino
de España entera, recaudando más de un millón de reales de
vellón, para convertirlos en abrigos y uniformes.
La claudicación de la escuadra francesa ante el general Morla,
es una nueva humillación que España infringe a Napoleón
Bonaparte. El almirante francés pedirá que se le permita salir
de la Bahía, incluso arriaría bandera si se le aseguraba la vida
de los innumerables franceses que residían en Cádiz y la
provincia. Cuando Rosilly, prisionero, desembarque en Cádiz, el
pueblo, en un profundo respeto, reconocerá la dignidad con la
que el marino francés asumía su derrota. Quien fue odiado y
temido, era ahora compadecido por los gaditanos y tratado
conforme a las exigencias que al vencido imponían las leyes de
la guerra.
Entretanto, el también vencido Dupont, bajaba prisionero con su
ejército hacia la gran bahía gaditana. Con sus generales será
recluido en el castillo de San Sebastián, en donde se les sirve
de comer lo que en casa de Morla se cocina. No puede haber más
grandeza de espíritu en un general vencedor. En su encierro, el
general francés se consuela traduciendo a Horacio. Miles de
soldados del emperador, hambrientos y enfermos, permanecían
prisioneros en navíos, convertidos en pontones en aguas de la
Bahía, en espera de su repatriación. Con ellos, centenares de
vecinos de Cádiz de la nación francesa, u originarios de ella,
se amontonaban en un pequeño buque para defenderlos de las iras
del pueblo. La guerra y sus tragedias eran un hecho de futuro
incierto. ¿Vencería Francia? ¿Quedaría España sojuzgada?
(Continua)
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