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El mozo de la estación no cesaba de mirar la saboneta. Aún
quedaban quince minutos de incertidumbre, de espera lenta y
sudorosa. El sol «caía a plomo», frase que solía utilizar cuando
el calor, en su búsqueda incansable de un lugar fresco y oscuro,
se le metía por los poros de la piel abrasándole hasta las
entrañas. Amparado bajo el soportal, se guarecía de la lluvia de
fuego que manaba del azul impoluto.
Desesperado, se quitó la gorra para batir un poco el aire. El
remedio elegido resultó ser un fracaso, pues la mano, al adoptar
postura tan incómoda, padecía un hormigueo impertinente y el
sufrido mozo sólo consiguió respirar bochorno y más bochorno. Su
sofocación pasó a un segundo término al oír el cha-ca-chá
perezoso del amasijo metálico que se acercaba. Del tren se apeó
una señora enlutada con el rostro cubierto por un velillo
moteado. Por equipaje portaba un carriel. Altiva, levantó la
mano enguantada solicitando los servicios del mozo, quien,
raudo, acudió a cumplir sus órdenes.
La recién llegada no salía de su asombro. Lo que había ante sus
ojos no era ni siquiera un paraje, no parecía estar en el mundo:
un cordón umbilical pálido y polvoriento unía la estación con
unas agujas borrosas a lo lejos. Lo demás estaba baldío, no
había árboles ni fuentes ni aceras ni río, nada. Aquel era un
lugar donde la calima había establecido su reino y durante unas
horas ella debía ser vasalla de una soberana tan particular como
agobiante. En el carruaje soportó estoicamente los tirones y
paradas del jamelgo, los baches provocadores de saltos sobre el
asiento de madera, mas todo lo asumió como una penitencia
impuesta para purificar su conciencia. Sin duda, la carta
recibida días atrás reavivó la quemazón interior que creyó
apagada. Se desprendieron los pensamientos pendientes de las
telarañas del recuerdo y volvieron a anegarse sus noches con
lágrimas reprochadoras.
El coche se detuvo ante un edificio barroco con mirada
inquisitiva, cuyas torres azules asaetearon su alma. La
condujeron al despacho del director, un hombre bajito, con
apariencia insignificante, poseedor de un fuerte carácter. Tras
disculparse por el contenido escueto de la misiva, agradeció su
atención y la puso al corriente de los acontecimientos. El
motivo era Dora, una interna de aquel manicomio que dirigía.
Esta mujer no pronunciaba palabra alguna, no reía, no lloraba.
Lo único que hacia era mirar al sol y cuando oscurecía se sumía
en una profunda tristeza hasta el día siguiente. Una noche, en
el transcurso de una guardia, el médico oyó una cancioncilla
infantil. Se sorprendió al ver a Dora completamente dormida
entonando la copla. Esperanzado, le hizo algunas preguntas que
la interna contestó sin apenas esfuerzo.
Aquellas conversaciones aclararon interrogantes sobre su
familia, sus amigos, sus recuerdos pero no revelaron ningún dato
sobre la causa de su actitud. «He de decirle, señora, que usted
debe ser alguien muy importante para ella, pues rara ha sido la
noche en que no haya hecho referencia a su persona».
La dama enlutada se levantó despacio. Por la ventana pudo verla
en la mecedora contemplando sin pestañear la luz del sol. Con la
voz velada por la emoción, ahogando el llanto que luchaba por
escapar de sus ojos, contó al médico la locura de Dora. «Siempre
supe de su carácter débil. Aun así, yo le hacía objeto de mis
travesuras. Dora se crió en un ambiente refinado. Era muy bonita
y toda su familia la cubría de regalos, de vestidos bonitos, de
libros llenos de princesas y de hadas. Todo para ella. Yo
siempre andaba tras su sombra, recogiendo lo que ella ya no
quería porque estaba viejo o había pasado de moda. Ella me
quería, lo sé, pero yo la odiaba, desde lo hondo la odiaba,
aunque nunca se lo demostré. Un día conocí a un muchacho,
Heliodoro se llamaba. Era marino. Los dos congeniamos desde el
principio y todo iba de maravilla hasta que apareció Dora. De
inmediato, Helios se sintió hechizado por su mirada, por su
sonrisa y yo quedé relegada a ser la buena amiga de ambos. Pero
en lugar de enfadarme opté por esperar y planear mi venganza.
Ellos se enfadaban con mucha frecuencia, pues ella era muy
caprichosa y dominante. Una de las veces él se fue sin
despedirse y Dora cayó en una profunda depresión. Había llegado
mi momento. Durante días le fui contando la leyenda de Leucótoe,
una princesa de quien el sol, Helios, se enamoró. Para poder
estar cerca de ella adoptaba la figura de su madre, Eurímone, y
bajo tal apariencia disfrutaba al lado a su amada. Clitia,
hermana de Leucótoe, rabiosa por los celos advirtió a su padre,
Orcame, de los manejos del dios, y enfurecido ordenó que
Leucótoe fuera enterrada viva arrojando sobre su cuerpo un
montón de arena. El sol, no pudiendo volverla a la vida, pues el
destino se oponía a ello, regó con néctar la tierra que rodeaba
su cuerpo. En aquel lugar crecieron unas flores que se volvían
siempre hacia él: los heliotropos. No cabe duda que aquella
historia empapó de maldad su mente enfermiza, y cuando Helio
volvió desapareció misteriosamente. Sólo yo sé que ella le
condenó a fundirse con el sol. Desde entonces le permite
poseerla en silencio, con sus caricias luminosas, mientras ella
le sigue con el cuerpo, describiendo su órbita diaria hasta que
la abandona. Entonces llora porque no volverá a verle hasta la
mañana siguiente».
El médico comprendió su baño de tierra, su giro lento, su
sonrisa al amanecer y su llanto al anochecer. Al final, se
atrevió a preguntar a la dama enlutada: «Usted... ¿cómo sabe
todo esto?».
Ella, con la peor de sus sonrisas contestó: «Porque soy su
hermana».
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