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Su
cuerpo, yaciente en la cama, empezaba a sentir los
escalofriantes picores que producía el sarpullido de una extraña
enfermedad. La terrible historia que tan bien narraba ese libro
podía, por qué no, acontecer en unos momentos como los que
estamos viviendo. El fin de nuestro mundo, o quizás de esta
glaciación, como narraba esa novela de ficción, encontraba una
época ideal a finales de este revolucionario siglo XX. Lo
teníamos todo a nuestro favor: inestabilidad política, ya todos
los regímenes políticos habían demostrado su ineficacia;
inestabilidad psíquica de los habitantes, que, no contentos con
los grandes adelantos técnicos y científicos conseguidos, cada
vez más veían su vida carente de sentido; la naturaleza
destruida y contaminada, porque el hombre había estimado que
todo estaba a su servicio; una terrible desigualdad que mantenía
a más de la mitad de la humanidad en míseras condiciones.
Todas estas calamidades atravesaron a la velocidad de un
fulgurante rayo por la cabeza de Susana, cuando su cuerpo tembló
por unos segundos al imaginar tan horrible experiencia. Pudo
llegar a recordar hasta las siete plagas de Egipto que mandó
Dios ante el endurecido corazón del faraón. Y recordando tan
funestos comportamientos de los humanos, entró en un intranquilo
sueño que la hizo despertar pasados unos veinte minutos. El
libro reposaba sobre parte de su barbilla y las páginas
entreabiertas se habían pegada pesadamente sobre su escote
sudoroso por el sofocante calor que despedía la luz del flexo
que tenía en la cabecera de su cama para leer. Una ligera
sensación de asco se apoderó de ella al pensar que los diminutos
causantes de esa extraña epidemia vivían en las páginas que
ahora se estaban separando de su piel. Menos mal que al dejar el
volumen sobre la mesilla y apagar la luz, el sueño volvió pronto
a visitarla y no permitió que permaneciera mucho tiempo dándole
vueltas a tan desagradables pensamientos.
A la mañana siguiente no recordó lo más minino de aquella
fatídica lectura ni del inesperado despertar que experimentó.
Aún no recobrada del estado soñoliento, se sentó en la cama y
con sus delgados pies tanteó el frío suelo buscando sus cómodas
zapatillas, se las calzó y acudió, casi sin abrir del todo los
ojos, como hacía todas las mañanas, tanteando la pared hasta el
cuarto de baño. Cogió el cepillo para asentar sus alborotados
cabellos y lanzó un estremecedor grito al observar su imagen en
el gran espejo que colgaba sobre el lavabo.
Su familia acudió inmediatamente ante el desesperado chillido y
pudieron comprobar que la piel de Susana parecía como atacada
por la viruela. Ella lloraba con la expresión del susto dibujada
en el rostro. Carlitos, el hermano pequeño, corrió hacia ella
casi sin ser visto para tocar las enrojecidas marcas que tenía
su madrina por todo el cuerpo, pero ella se apartó rápidamente
para evitar que el benjamín la rozara, y balbuceó con la voz
agarrotada por el sofocamiento: «¡No me toques, que esto es el
principio de la fatal epidemia! La madre se alarmó por la
desmesurada reacción de su hija ante algo que, seguro, no tenía
importancia. Ella creía que su niña había pasado todas las
enfermedades que se manifiestan con esos síntomas, pero pensó
que tampoco las conocería todas. Lo que verdaderamente la
inquietó fue que Susana hablara como una poseída o como si
aquello le hubiera atacado también la cabeza. La joven seguía
diciendo, en el mismo tono tétrico de sus anteriores palabras,
que lo había leído la noche pasada, que seguro que esa afección
se la había presentado a unas cuantas personas en el mundo, que
serían las que trasmitirían la desconocida epidemia que acabaría
con esta civilización.
Estas palabras colmaron la paciencia de la madre que, exasperada
ante las tonterías que sólo podían venir de un demente, se
apresuró a decir que marcharían al hospital sin acabar siquiera
el frugal desayuno que estaban acostumbrados a tomar. Evitando
tocar cualquier objeto, pidió que la dejaran sola en el asiento
trasero del vehículo, sobre el que colocó una toalla vieja, y
que ellos también evitaran mirarla mucho, pues no se sabía si la
simple mirada podía ser al medio de transmisión del mal. Los
padres, enfurecidos, no cabían en sí ante las tonterías que
proclamaba su hija. Las mujeres siempre tienen muy en cuenta el
qué dirán, por eso, sin volver la mirada hacia atrás, la madre
aconsejó a la joven, en un tono exasperado pero preocupado, que
no dijera tantas ridiculeces a los médicos porque se iban a
cachondear de ella. Susana, que no había parado un momento de
llorar calladamente, emitió unas quejas doloridas ante lo que
ella pensaba que era la inocente ignorancia de su madre.
Cuando llegó a la urgencia hospitalaria su aspecto asustadizo y
sobrecogido llamó la atención de los doctores que acudieron
rápidamente a preguntarle por lo que le ocurría. La joven no
abrió la boca por temor a ser abandonada como una apestada en la
habitación, y por miedo a la mirada inquisitiva de su madre. Un
médico comentó, como una cosa simple, que la cosa le había dado
fuerte, porque tenía hinchada hasta la lengua. Susana creyó
adivinar que se daban cuenta de la gravedad de su padecimiento.
En esos momentos vio aparecer al ATS que le había hecho el
análisis al entrar; se acercaba con la preocupación en el rostro
y andaba lentamente, porque no sabía cómo dar los resultados de
su gravísima enfermedad. No se dirigió a ningún compañero, sino
a ella cuando dijo: «Señorita, está usted fuertemente
intoxicada. ¿Qué es lo que ha comido que le ha hecho tanto daño?
Se puede afirmar, sin errar un ápice en la expresión, que jamás
ha sido mejor acogida una grave intoxicación a juzgar por el
cambio que experimentó el semblante de la chica. Desconocía si
el sentimiento que albergaba su corazón la entregaba a la risa o
al llanto, cuando recordó que el día anterior se hinchó de tarta
de chocolate en casa de una amiga, aunque la avisaron de que el
pastel llevaba ya unos cuantos días. Su mamá acudió a la cama a
ofrecerle su hombro porque sabía que requería un amargo llanto
el desahogarse del enorme susto que su hija había pasado.
La chica lloraba, sonreía, no sabía qué hacer, mientras pensaba
en el poder que puede tener la literatura, que si bien esta vez
la había hecho sufrir, podía recordar muchas otras en que la
había hecho soñar.
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