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Si usted es fumador empedernido, de los que se «jalan» tres o
cuatro paquetillos cada jornada, de poco le va a servir que le
digan que esos cigarrillos que se fuma cada día le están
facilitando -de una u otra forma- el billete para el último y
postrer viaje.
Sí,
sí... Naturalmente, hombre, ya sé que el cigarrillo le
tranquiliza, que le produce sensación de sosiego y le calma el
stress acumulado por tantas situaciones problemáticas y
conflictivas como ha de lidiar en su vida diaria. También sé
que, además de relajarle, le estimula, tonifica y vitaliza para
continuar parando, templando y mandando a esa media docena de
miuras que la vida le pone cada día por delante. Por otra parte,
ya sé que fuma porque le da la real gana y que puede hacer con
su vida y su salud lo que le salga de las narices. Y también sé
que a usted no le produce problemas de estómago, que respira
como un caballo y que apenas tose por las mañanas. ¡Ah!, también
sé ese otro argumento suyo de que más de la mitad de los médicos
fuman como carreteros. Y, entre los dos, sabemos otros mil y
pico de argumentos para seguir fumando... Qué me va a decir a
mí, si antes de acabar esto que lee ya me habré terminado el
primer paquete del día, ...y proveído de los otros dos o tres
que le seguirán hasta que la noche y sus silencios me rescate
del maldito pitillo por unas cuantas horas.
Pero no es de usted ni de mí, fumadores ya sin remisión, de lo
que quería tratar en estas letras sobre el tabaco. Lo que me
mueve es, sola y exclusivamente, el exponer unas breves
pinceladas sobre el origen y evolución de esta singular
sustancia, de uso tan común, tan dañina ella, tan legalizada,
autorizada y publicitada ella con todos los parabienes del
gobierno, y, sobre todo, manifestar mi profundo y tajante deseo
de advertir a todos aquellos que aún no han caído en las sutiles
engañifas de tabaco y tabaqueros, que no se dejen engañar por la
aparente inocuidad de lo que no es otra cosa que un venenoso
vicio ni por las múltiples, subliminales y bien cuidadas
campañas que nos endosan las compañías tabaqueras con toda la
aquiescencia de nuestros gobernantes.
Dicho esto, hablemos del tabaco.
Fueron Colón y sus hombres quienes descubrieron el uso del
tabaco durante sus primeras andanzas por la isla de Cuba. En los
relatos históricos del descubrimiento de América se decía que
los habitantes de aquel país «llevaban en la mano un tizón
encendido del que chupaban por el lado opuesto aspirando humo».
Pero no sería hasta unos años más tarde -alrededor de 1518-
cuando el misionero español Romano Ponce -según algunos autores-
o el veedor del rey historiador y naturalista Hernández de
Oviedo (Fernando de Oviedo, según otros) traería a España
algunas plantas y semillas de esta solanácea. Sin embargo, sería
un francés, Juan Nicot, quien en 1560 dio a conocer la planta y
la hoja ya elaborada a la reina Catalina de Médicis, la cual fue
la primera en usarlo pulverizando la hoja y aspirando el polvo
por la nariz. Por supuesto que la recomendó a sus cortesanos
como planta curativa y medicinal. El botánico Linneo -o de la
Champ, no se sabe con exactitud- le dio el nombre de Nicotiana
Tabacum en memoria de su descubridor.
Desde principios del s. XVI se fue extendiendo su uso por toda
Europa, y a finales de ese mismo siglo no quedaba ya ningún
lugar en donde no se consumieran las singulares hojas del
tabaco.
La forma de consumo más frecuente era fumarlas enrolladas en
forma de cigarros, en picadura para pipa o pulverizadas y
aspiradas en forma de rapé. También solía mascarse, si bien su
consumo por este sistema era casi exclusivo de las clases más
bajas.
Diversas historias se podrían contar sobre las posturas de
oposición por parte de algunos gobernantes europeos a la
implantación de la costumbre de fumar, sin embargo, común a
todos es que, en cuanto se dieron cuenta de que el tabaco podía
ser una extraordinaria fuente de ingresos para el fisco, cesaron
todas las persecuciones contra el mismo.
En nuestro país, en 1634, fueron creados los estancos, primero
para Castilla y León, y más tarde, en 1707, para todo el
territorio nacional. Ni que decir tiene la cantidad de buenos
duros que nos saca el fisco a los fumadores a través de esas
pequeñas Recaudación de Contribuciones que son los estancos.
Pero dejemos historias a un lado y pasemos a describir qué es el
tabaco, sus escasas virtudes y sus muchos peligros.
En la hoja del tabaco están contenidos varios ácidos minerales:
sulfúrico, clorhídrico, fosfórico y nítrico, además de agua y un
alcaloide oxigenado muy tóxico que es la nicotina. Este
alcaloide, que se difunde con extraordinaria rapidez por la
corriente sanguínea, está contenido en una proporción que va
desde el 2 al 11% y es el principal agente tóxico de su
composición.
La nicotina produce en el fumador una intoxicación lenta y que
será más o menos nociva según el estado de salud y las
condiciones particulares de cada uno. La sintomatología,
dependiendo del grado de habituamiento, puede ser muy variada,
yendo desde simples náuseas y mareos en quienes fuman un solo
cigarrillo sin estar habituado, hasta lesiones del sistema
nervioso, disminución de la memoria y atonía intelectual,
inflamaciones de las mucosas laringotraqueales, bronquios,
estómago, etc., en quienes abusan de su consumo. Más raro es el
síndrome tóxico denominado tabaquismo, que en su grado agudo
puede dar lugar a sialorrea, náuseas y vómitos, sudor frío y
diarreas, vértigos, taquicardias, etc.
La forma más habitual en que lo consumimos, los clásicos
cigarrillos, lleva aparejada otra toxicidad que se suma a las
propias del tabaco. Los productos de la combustión, sustancias
químicas fuertemente nocivas, como los alquitranes, se van
acumulando en los delicados alveolos pulmonares y los van
cegando e inutilizando en su función de aportar oxígeno a la
sangre. Por otra parte, parece segura su participación en
determinados cánceres de labios, laringe, tráquea, etc., y su
gran influencia en los cánceres de pulmón.
Las campañas en contra del tabaco no suelen ser muy efectivas,
quizás. porque la costumbre de fumar está demasiado arraigada
entre nosotros. Puede que sea sólo porque el tabaco produce
hábito y una cierta dependencia, pero está claro que nos cuesta
prescindir de ese humo ascendente que nos tranquiliza, de la
sensación de virilidad que nos causa el ponernos detrás de un
cigarrillo, de la respuesta que así le damos a las dificultades
de la vida diaria, de ese placer por contravenir algo nocivo y
prohibido...
Lo sabemos y... Nos cuesta trabajo sustraemos a la grata y
secreta sensación de saber que, con cada cigarrillo, con cada
bocanada de envolvente humo grisoso azulado, lenta, calmosa,
pausadamente, nos estamos cavando nuestra propia tumba.
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