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Decíamos en el articulo anterior que no nos resignamos a
concebir la poesía como un producto psicológico. Por otra parte,
también renunciamos antes a una consideración hoy ya periclitada
acerca del poeta, pero esta estima tenía sus raíces en una
civilización en la que la poesía -las dos grandes epopeyas
hindúes, la Biblia, las obras homéricas y la Eneida virgiliana,
por poner ejemplos de gran respeto clásico- era el sustento
espiritual que animaba a los pueblos, el impulso que entretejía
las relaciones sociales de los individuos; en suma, la fuente
donde bebía generación tras generación unos principios que
servían de base para consolidar unas civilizaciones de cuyas
influencias nos beneficiamos todavía hoy.
Después del acelerón de la técnica y el advenimiento de la
sociedad de masas, la humanidad no sueña por medio de los
poetas, como decía Fiedrich Hebbel (1813-1863), ni como afirmaba
Wentworth Dillon (1633-1685), los poetas de verdad no son
tampoco ahora mismo los guardianes del Estado (entendido, sin
duda, como si los poetas fuesen mentores de unos ideales
patrióticos).
La sociedad actual, adocenada y cansada, que vive aprisa y
superficialmente, tiene sus héroes sugeridores y modélicos en la
pequeña pantalla. El consumismo es la meta de los pueblos y,
como dijo Rubén Darío, «ya no hay princesa que cantar». Por esto
mismo, sería patético hacerle ver a la gente que el poeta es
algo más que un hacedor, un constructor de versos (atendiendo a
la etimología griega), y, por lo contrario, podría asumir el
papel clásico de vate (de «vaticinor», verbo deponente latino
que significa vaticinar, profetizar). En este caso, no se
trataría de una profecía al estilo hebreo, sino de una idea con
la que se anticipa a etapas futuras de la sociedad en la que
vive.
Pero, repito, dado el estado de ruina moral e indiferencia hacia
la cultura en que vive la gente, ¿qué efecto tendría el
vaticinio de un poeta anunciando la hecatombe de los valores
espirituales y el suicidio colectivo en la vulgaridad y la
inercia? Este temor me recuerda la visión que da Nietzsche en el
prólogo de Así habló Zaratustra de las multitudes en un futuro
en que ya nada importa, sino vivir cómodamente, placenteramente,
sin inquietudes inteligentes. Como sabemos, el filósofo alemán
acusaba al cristianismo oficial del progresivo desinterés de la
gente hacia la cultura, la ciencia, incluso la ecología, dicho
en sintonía de actualidad. Ahora bien, las masas hoy están
descristianizadas y el desinterés cultural y espiritual es mucho
mayor que cuando él escribía casi a finales del siglo
diecinueve. Nietzsche no adivinaba que, pasado el tiempo,
aparecería un aparato llamado televisor que impondría a casi
todo el mundo unos gustos bajo la égida de una incontestable
tiranía, y que esos gustos no son precisamente cualitativos en
gran parte.
¿Cómo hemos de valorar en nuestros días el papel del poeta?
Muchos lectores objetan que la poesía es, o se ha convertido, en
un arte para minorías (¿No decía Horacio «pulchrum est paucorum»
-lo bello es de pocos-?). Pero esa valoración minoritaria ha
sido posterior, cuando la burguesía primero y las masas después
perdían el vinculo que les unía al espíritu del pueblo. El poeta
había dejado de ser su portavoz para arrinconarse en su
subjetividad, como hoy lo vemos en nuestros días.
La humanidad de ahora tiene otros héroes, otros portavoces en
los llamados «famosos del corazón» y en los fabulosos fichajes
deportivos. Ya no son necesarios los grandes poetas ni los
pensadores profundos como intérpretes de la condición humana y
sus problemas; ahora tenemos la Televisión como panacea, como
auténtico opio del pueblo, y los poetas verdaderos con gran
sensibilidad histórica se aíslan y, como dice Pedro Salinas, los
poetas pueden definirse como los seres que saben decir mejor que
nadie dónde les duele.
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