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El nueve de agosto de ese año de mil novecientos cincuenta, era
una fecha especial para la monjita. Crispina María de las
Angustias y de las Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús,
salía de la Catedral con el corazón aún encogido por la
ceremonia, emotiva ceremonia, que para realzar su presencia en
esa villa, y en conmemoración de lo acontecido cinco años atrás,
habían concelebrado órgano y Obispo, este último asistido por
una docena mal contada de sacerdotes vistiendo sus mejores y más
ricas casullas.
Sor Crispina María de las Angustias y de las Misericordias del
Sagrado Corazón de Jesús recorría, desde hacía unos meses, las
tierras castellanas en recolecta de unas ayudas que eran
imprescindibles para la reconstrucción de Nagasaki y la
supervivencia de un montón de japonesitos más amarillos que
nunca por causa del hambre, la miseria y alguna que otra
enfermedad sobrevenida después de la guerra.
Cuando, cinco años atrás, Nagasaki y su bahía saltaron por los
aires, cuando, cinco años atrás, una segunda bomba atómica
explotó, sabiendo ya de antemano sus consecuencias, (motivo éste
por el cual no quedaba lugar ni argumento para la justificación)
dejando el puerto y las playas, las calles y los caminos
repletos de amontonados escombros que igual ocultaban que
mostraban a decenas de miles de japonesitos muertos, cuando todo
esto sucedió, Sor Crispina María de las Angustias y de las
Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús, no estaba allí. Por
entonces era una novicia recientemente incorporada a la vida
conventual en un barrio periférico del Madrid triunfal. España
no levantaba cabeza tras de su propia explosión, pero la Orden
religiosa, a través de la Priora del convento de aquél barrio
periférico, organizó una avanzada de ayuda y evangelización que
debería llegar al puerto de Nagasaki para consuelo de los
japonesitos.
Sor Crispina María de las Angustias y de las Misericordias del
Sagrado Corazón de Jesús fue incluida en el primer ejército
español de salvación japonesa. Su juventud y su inocencia le
hacían ser un elemento importante en ese destacamento, pues
derrocharía vocación, amor al prójimo y espíritu de sacrificio,
virtudes éstas, que ya había demostrado poseer ante las
escaseces del barrio periférico del Madrid triunfal. El idioma,
para ella, tampoco sería un problema, pues su gracia natural
para comunicarse con sus semejantes, la agilidad de sus manos y
dedos y las expresivas muecas que hacían de su cara una cara
llena de caras, eran garantía para un acercamiento exitoso con
los nativos de allende los mares, allá en las antípodas del
convento.
Cuatro años después, aclimatada al sol naciente y habiendo
derrochado vocación, amor al prójimo y espíritu de sacrificio,
después de demostrar una extraordinaria agilidad de manos y
dedos, luego de regalar muecas y más muecas, consiguiendo, con
todo ello, hacer inmensamente fluida la comunicación con los
semejantes de allí y, consiguiendo también, que empalideciera un
poco el enfermizo color amarillo de sus rostros, gracias a Dios
y a los medicamentos que con tanto ojo clínico les suministraba,
fue elevada, en votación secreta y con escrutinio unánime, a la
categoría de Presidenta Directora de la Misión Avanzada de
Nagasaki.
Aquel día, en su calidad de Presidenta Directora de la Misión
Avanzada de Nagasaki, estaba allí, en la plaza de San Pedro de
la villa soriana y episcopal, frente a la puerta grande de la
majestuosa catedral, que con su espigada torre barroca parecía
tocar el cielo, y estaba allí, charlando alegre y entusiasta, al
tiempo que agradecida, con el Alcalde, el Obispo y otras fuerzas
vivas y representativas de la localidad. El señor Obispo acababa
de comunicarle que la colecta de la solemne misa recién
celebrada, en la cual se habían obtenido cerca de ochocientos
duros, le sería entregada como donativo de la Diócesis soriana,
para colaborar con la misión de Nagasaki en la evangelización de
los japonesitos. Sor Crispina María de las Angustias y de las
Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús, exultante, no
acertaba con palabras a mostrar su agradecimiento al Obispo y a
la Diócesis en pleno, pero sus movimientos de manos y dedos, y
las infantiles y expresivas muecas de su cara, famosas en la
bahía lejana, expresaban su gratitud con más certeza que sus
torpes palabras a las que, involuntariamente, añadía
incompresibles frases en nipón.
La señora Alcaldesa, elegante y discreta, se acercó tímidamente
al grupo e indicó a su marido la conveniencia de acudir al
balcón del Ayuntamiento, frente al cual, desde hacía un rato, se
congregaban las gentes de la villa para mostrar a la misionera
su afecto y hospitalidad. El Alcalde, con mucho respeto, (el que
se debe a las autoridades eclesiásticas ) se dirigió al señor
Obispo y se ofreció para llevarles hasta la plaza mayor en su
auto particular que acababa de estrenar. El señor Obispo aceptó
y en un momento estaban dispuestos: al volante, el señor
Alcalde; a su derecha, el señor Obispo, y en el asiento trasero,
la distinguida Alcaldesa y junto a ella, con los hábitos algo
remangados, Sor Crispina María de las Angustias y de las
Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús.
El Alcalde pulsó el botón rotulado con la palabra “starter” y,
mirando a su alrededor, se dirigió a un mozalbete que, absorto,
contemplaba la escena: chaval, por favor, dale unas vueltas al
manubrio. El chaval, embobado, no se movió y el señor Alcalde
insistió: no seas lelo, hombre, dale vueltas a esa manivela de
ahí delante. Por fin el chico entendió la orden y en una par de
giros el motor del lustroso Ford D 17 HP comenzó a roncar con
una regularidad asombrosa, no en balde, la industria del imperio
americano estaba ya, por aquella época, muy adelantada.
Descapotado, todo gris, a excepción de la negra tapicería de
cuero, con los embellecedores de níquel lustrosos y brillantes y
ocupado por tan importantes personajes, avanzó el auto lento y
ceremonioso sobre los cantos rodados de la plaza de San Pedro
ajeno a las miradas, unas de sorpresa y otras de envidia, que
parte de los villanos le dirigían.
El Alcalde enfiló la cuesta del cementerio, al llegar a la calle
del seminario giró a la izquierda, tomó la avenida del Marqués y
rebasó la calle de las farolas. En ese punto, no se sabe que
pasó. Pudo ser una mala maniobra del ilustre regidor, tal vez un
animal se cruzase de improviso haciendo que el conductor
utilizara el volante precipitadamente, o quizá una pareja de
ancianas se dispusiesen a invadir la calzada reservada a
vehículos y carruajes, no se sabe que pasó, pero lo cierto es
que, en ese día, el nueve de agosto de mil novecientos
cincuenta, el Ford D 17 HP fue a parar, con su color gris, su
tapicería negra de cuero y sus lustrosos embellecedores de
níquel, contra la fachada del edificio de correos y telégrafos
de la villa soriana y episcopal.
El revuelo fue espantoso, el Alcalde descendió para comprobar
los daños y aplacar a las gentes congregadas en número superior
a veinte. La Alcaldesa perdió su pamela y mostraba su melena
despeinada y sus collares alborotados. El señor Obispo, grueso
él, había quedado reposando sobre el respaldo negro de tapicería
de cuero, con las piernas a este y oeste, y su tripa, en esa
postura, parecía más abultada de lo habitual. Sor Crispina María
de las Angustias y de las Misericordias del Sagrado Corazón de
Jesús, en acrobático e involuntario salto circense, había
sobrevolado la enorme humanidad del señor Obispo reposando su
cara sobre los michelines de aquél, con las piernas alzadas al
cielo, abiertas, una sobre cada hombro de la autoridad eclesial,
de tal forma que el amasijo formado por sotana y hábito cubría
la faz del Obispo, llenándole los ojos de oscuridades.
Superado el susto y regresada ya a su Misión Avanzada en
Nagasaki, Sor Crispina María de las Angustias y de las
Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús, tomó, del enorme
montón de correspondencia que se apilaba sobre su mesa
escritorio de bambú, un sobre, cuyo matasellos llamó su
atención. El origen no era otro que la villa soriana y episcopal
y estaba fechado el día doce de agosto del año mil novecientos
cincuenta, exactamente el día siguiente al de su salida de tan
ilustre lugar.
Después de leer la carta y, dejando escapar una sonrisa, se
dispuso a contestar al señor Alcalde, que con tantas atenciones
había llenado el escrito. Dejó para otro momento asuntos
importantes que precisaban de toda su atención, tomó papel y
pluma, y escribió:
+ Gloria Tibi Domine
+ Laus Deo
+ Japón, 30-10-1950
Mi muy Ilustre, Muy Excelente, Muy Bueno y Muy Estupendo Señor.
Mis muy extensos respetos plenos de fervor y adhesión.
A la mejor y más óptima señora vuestra, mi querida Alcaldesa,
pletórica de belleza y juventud, avalánzome llena de respeto a
besar sus dulces manos.
Quiero hacer uso de su ofrecimiento de servicios y atenciones y
me permito solicitarle un nuevo paseo en su flamante, brillante
y lustroso Ford D 17 HP, siempre que me garantice que el fin de
éste, no será la pared del edificio de correos de esa villa.
Me permito sugerirle, por la confianza y amistad que me brinda
en su carta, que su Excelencia conduzca mejor, o no podrá
imponer sanciones a sus muy adeptos y amantes súbditos, si uno
de ellos cometiere atropellos similares a los que realiza usted.
Meses después, Sor Crispina María de las Angustias y de las
Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús recibió instrucciones
de su superioridad para que se trasladase a una pequeña ciudad
próxima a Barcelona, en España, con el fin de poner en marcha
una Obra similar a la desarrollada en Nagasaki, dado que la
patria aún estaba menesterosa de buenas acciones, de buena
administración y de gentes que, como ella, supieran llevar a los
hogares de los muchos inmigrantes de Andalucía, la ayuda, el
amor y el consuelo, puesto que habiendo abandonado sus raíces en
busca de trabajo y salario sólo tenían alcanzado, por el
momento, el sudor, las miserias y las lágrimas.
La misionera lo preparó todo. Dejó ordenada la Misión Avanzada
de Nagasaki y emprendió viaje hacia su nuevo destino con dos
días de anticipación a lo indicado por la superioridad. Tenía un
motivo: aplacar su ánimo cumpliendo un deseo.
Llegada, de nuevo, a la villa soriana y episcopal, no dudó en
dirigirse a la ventanilla del Ayuntamiento y requerir la
presencia del señor Alcalde, el cual, una vez anunciada la
inesperada visita de Sor Crispina María de las Angustias y de
las Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús, abandonó edictos
y recaudaciones, cursó la orden para que preparasen su auto y,
acompañado por la monjita, avanzando lentos, con paso firme y en
ceremonial recogieron en casa a la señora Alcaldesa.
La tarde de primavera nacía fresca y soleada, y la misionera,
con los hábitos algo remangados, contemplaba el horizonte desde
el asiento trasero.
El Ford D 17 HP descapotado, todo gris, a excepción de la negra
tapicería de cuero, con los embellecedores de níquel lustrosos y
brillantes de nuevo, y ocupado por tan importantes personajes,
avanzó lento y ceremonioso, como deslizándose sobre los cantos
rodados de las calles de la villa soriana y episcopal para
perderse por detrás de la arboleda y continuar después el paseo
tantas veces soñado y esperado por Sor Crispina María de las
Angustias y de las Misericordias del Sagrado Corazón de Jesús.
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