Durante la Edad Media, los artistas, convencidos de que sus
obras estaban hechas por amor y reconocimiento a Dios, omitieron
durante mucho tiempo el dar a conocer su autoría una vez
acabadas. El anonimato, pues, era así punto de encuentro para
esos creadores de quienes hoy sólo sabemos lo que nos dejaron,
nada de quiénes fueron.
La Edad Media, ya se sabe, debido a la postura teocéntrica, nos
legó una manera muy particular de entender la vida. Hoy, las
cosas han cambiado tanto que, boquiabiertos nos quedaríamos si a
alguien se le ocurriera dejar su obra en manos de otros para
desaparecer después sin más. Hoy tal vez se ha pasado al extremo
opuesto, pues no sólo en el arte, sino en todo, hemos llegado a
un protagonismo diría que excesivo de nuestras personas. Mirar a
nuestro alrededor significa percatarse de que sobresalir de
cualquier modo está a la orden del día.
Cierto es que el ser humano se ha venido a dar cuenta cada vez
más del valor de cuanto somos o somos capaces de hacer, y no sé
sí quizá en nuestros días tenga algo de culpa el extraordinario
avance de los medios de comunicación. Todos tenemos opción en
mayor o menor medida a ser conocidos, a que se hable de nuestras
cosas y a ser vistos y oídos. Se nos invita a la popularidad, a
salir de nuestro sencillo habitáculo y hacernos oír. Esto, desde
luego, no es malo en sí, pero, sin embargo, creo que estamos
perdiendo el hermoso valor de la intimidad y del anonimato. El
hacer lo que nos satisfaga sin buscar halagos o palmadas en la
espalda que nos cubran de orgullo es, pienso, algo tan bonito
que cuidado habríamos de poner en que no se escape de la
cotidianeidad de nuestra existencia.
Vivimos en una sociedad que nos anima en exceso a ser ganadores,
a que mostremos nuestros triunfos, y si éstos son a corto plazo
mucho mejor. La imagen del ganador se nos está metiendo con
tanto interés ante nuestros ojos que no parece ser éste sino el
objetivo a alcanzar por cada uno de nosotros. Yo, en cambio,
ante tanta palabrería, ante tanto deslumbramiento por los focos
del destacar, abogo por las construcciones en silencio. Apuesto
por el que nos dejen ser tranquilamente cuanto pretendamos ser.
Es hora, creo, de que sepamos derrochar nuestros magníficos
valores sin tener que irlos demostrando a cada paso. El
anonimato no es un desgraciado acontecimiento, más bien puede
llegar a ser todo lo contrarío, pues al amparo de nuestros pasos
callados se puede recorrer el camino que nos devuelva nuestra
imagen más perfecta.
Como alguien dijo: «La mayor parte de las gentes no juzgan a las
personas más que por su popularidad o por su fortuna.»
Triste verdad que no dice nada bueno de la humanidad. Confucio,
sin embargo, afirma: «No estéis pesarosos de que nadie os
conozca; trabajad para haceros dignos de ser conocidos.» Y nadie
más digno de ser conocido que el que se esfuerza en rescatar de
la vida la hermosura de la bondad y de la sencillez cotidianas.
Todo lo demás serán ambiciones, vanidades y egocentrismos
superfluos.
Porque, como dice Pemán:
Vida inquieta, frenesí
de la ambición desmedida...
¡Qué mal comprende la vida
el que la comprende así!