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Iba envuelto en su abrigo gris, con las manos en los
bolsillos, enfrentando su rostro contra el aire frío de aquella
tarde de diciembre. Caminaba ligero simulando tener prisa por
llegar a alguna parte, abriéndose paso entre la gente que
saturaba las aceras, cargando bolsas y paquetes. -“¡Los
españoles siempre dejamos las compras de Navidad para el último
día!...“ -Pensó.
El no tenía a nadie a quien comprar regalos, pero su psiquiatra
le había dicho: “Tiene Vd. que quererse más. ¿Por qué no sale y
se compra unos regalos de Navidad? le vendrá bien darse ese
gusto. Puede abrirlos el día señalado para crearse una pequeña
ilusión. Aunque sepa el contenido de los paquetes, siempre será
mejor que nada... “.
Al psiquiatra iba porque estaba enfermo de soledad y necesitaba
hablar con alguien, en profundidad, de vez en cuando. Las
charlas le salían a diez mil pesetas la hora, pero las pagaba
gustoso. Esas fechas eran las más difíciles de sobrellevar. El
resto del año le resultaba sencillo convencerse de que la suya
era una soltería elegida por él mismo, que vivía feliz y
tranquilo, sin rendirle cuentas a nadie. Los casados que
conocía, cuando no atravesaban crisis matrimoniales, tenían
algún problema con los hijos, con el dinero o con la familia
política... El se libraba de todo aquello, y le parecía que
estaba satisfecho con su vida hasta que llegaban las fiestas de
Navidad. Cuando sacaba el pequeño árbol artificial del altillo y
le colgaba las bolitas con desgana, -sólo por no ser menos que
nadie-, entonces sentía el hueco de las voces de los niños que
no tenía y añoraba el rostro sonriente de alguna antigua novia;
una de esas por las que un día cambió amor y compromiso por
egoísmo y libertad. En Navidad, dudaba haber hecho un buen
negocio con aquel cambio... Especialmente en aquella Navidad,
quizá porque lo que tenía y no compartía, iba perdiendo valor
con los años, y porque su libertad ya no era más que una vieja
solterona que le acompañaba en su vida solitaria, había dejado
de ser aquella amiga divertida de su juventud, compañera de
salidas nocturnas y de risas con los amigotes.
Aquella tarde había salido con la intención de seguir el consejo
de su psiquiatra y comprar regalos para él mismo. Lo único que
no le convencía era aquello de conocer el contenido de los
paquetes, porque la sorpresa era, para él, lo que convertía un
regalo en ilusión. Pensando en aquello, se le ocurrió una idea.
Entró en unos grandes almacenes. El villancico que sonaba a
través de los altavoces, era la música de fondo de un jubiloso
escenario de ilusiones y preparativos. Sintió una gran
nostalgia, porque la manifestación de la alegría es la que nos
hace percibir más claramente nuestra tristeza y nuestro vacío.
En el centro de aquella planta principal habían instalado una
tarima enmoquetada en rojo, sobre la que estaban sentados los
tres Reyes Magos en sus respectivos tronos. Los niños se
aglomeraban alrededor, esperando su turno para entregar su carta
y sentarse en las rodillas de unos de los Reyes. Junto a la
tarima había un paje que entregaba papel de carta, decorado para
la ocasión, a los niños que aún no la habían escrito a los Reyes
Magos. Se acercó hasta el paje y se hizo con una carta. Después
subió a la planta en donde estaba situada la cafetería, eligió
una mesa un poco apartada del resto, pidió un café y comenzó a
escribir en aquel papel infantil, ilustrado con ramitas de
muérdago.
«Queridos Reyes Magos: Me he dado cuenta de que estoy muy solo,
pero sé, que la solución para eso no se puede meter en una caja
y ponerle un lazo. Por eso sólo os escribo para que alejáis para
mi unos cuantos regalos y que así llenéis con un poco de ilusión
y de sorpresa un día de este soltero solitario. Para daros una
idea -aunque cualquier cosa que elijáis me parecerá bien-, os
diré que me gusta la música clásica y los boleros, me gustan los
libros, en particular, la novela histórica, y, también, la
miniaturas y los objetos de escritorio. No me ilusiona mucho que
me regalen calcetines o corbatas...
Os agradezco de antemano vuestro interés y os envío un cordial
saludo. Fdo. Francisco Vargas»
La despedida le pareció que había quedado demasiado formal, pero
la dejó como estaba. Sacó unos cuantos billetes de su cartera,
los añadió a la carta y cerró el sobre. Pagó su café y se
dirigió a las escaleras mecánicas, carta en mano, con la
intención de volver a la planta principal. Una vez allí, bordeó
mostradores y simuló interés por algún objeto cualquiera,
mientras intentaba reunir el valor suficiente para entregarle la
carta a algún empleado. Cuando ya llevaba un rato dando vueltas,
sin decidirse, se le acercó una dependienta.
-¿Puedo ayudarle en algo, Señor? -le preguntó. Era una mujer de
expresión afable y serena, y su mirada gris y transparente le
dio confianza.
-«Quizá le parezca una locura, pero no tengo a nadie que me haga
regalos en Navidad, y me gustaría darme a mi mismo alguna
sorpresa... ¡He escrito una carta a los Reyes Magos! -dijo,
sonriendo avergonzado, mientras le extendía el sobre de
dibujitos.
Ella le sonrió con cortesía y abrió cuidadosamente la carta. La
leyó sin demora, para no alargar una situación que a él podía
incomodarle y, como si fuese algo natural y cotidiano, le
preguntó en tono jovial: -¿A qué hora quiere Vd. pasarse a
recoger los paquetes?
Paseó sin rumbo fijo durante un par de horas, imaginándose a la
mujer de los ojos grises eligiendo regalos para él... Al menos
había conseguido que alguien le prestara algo de atención
personal, y además era una mujer, y hermosa... Por otra parte,
había conseguido el objetivo de darse una sorpresa, de no saber
qué se había regalado a si mismo...
A la hora prevista volvió a los grandes almacenes. Preguntó por
la señorita que le había atendido, pero ella ya no estaba. Había
dejado una bolsa, a su nombre, en la caja central. Cuando llegó
a su casa, abrió la bolsa y sacó de ella unos cuantos paquetes,
junto con un bonito sobre azul en el que estaba escrito a mano:
«NO ABRIR ANTES DE LA MAÑANA DE REYES». Frenando su curiosidad,
colocó los paquetes y el sobre bajo el arbolito navideño.
El seis de enero se presentó frío y gris. El café le supo más
amargo que otras mañanas y la casa, casi en penumbra, le
envolvió de soledad. Decidió recomponerse para abrir sus
regalos; encendió luces, puso una música que le gustaba, y se
sentó a abrir los paquetes.
Cada paquete estaba cuidadosamente envuelto en papel de regalo,
distinto al del centro comercial. Los adornaban lazos de colores
y etiquetas de felicitación. Fue abriéndolos con agrado y
curiosidad. La novela «Tan lejos, tan cerca», de Adolfo
Marsillach. En la primera página, una dedicatoria escrita a
pluma: «Para Francisco. Confío en que te guste y no la hayas
leído. Carmen». Otra novela de un tal Richard E. Morphy:
«Encuentros fortuitos». En esta otra novela, la dedicatoria
decía así: «No es histórica, pero para mí ha sido muy especial y
me gustaría que la leyeras. Carmen». Un disco compacto de
sinfonías seleccionadas de Mozart y Mahler; otro de «Los mejores
boleros latinoamericanos» Y por último, una bonita estilográfica
lacada en negro.
Sonrío, agradecido por la cuidadosa selección de los regalos, la
delicadeza en la presentación y las dedicatorias personales.
-«Seguramente es una mujer muy especial». -Pensó. Abrió el sobre
azul, que había querido dejar como colofón de aquel ritual tan
particular de su mañana de Reyes. Con gran sorpresa, extrajo del
sobre los mismos billetes que él había adjuntado a su carta ...
Se apresuró a leer la nota que los acompañaba:
«Estimado Francisco: Ha sido para mi un placer comprar estos
regalos para ti... Yo tampoco tengo a nadie a quien regalar en
estas fechas, y tú me has dado la grata oportunidad de la
ilusión de las compras de Navidad. Me gustaría que leyeras
cuanto antes el libro de «Encuentros Fortuitos». Sé que te
sorprenderá. Carmen»
Le costaba creer lo que estaba pasando y se sentía halagado y
confundido, al mismo tiempo. -«No puedo aceptar que una
desconocida pague mis regalos... Debe estar aún más loca que yo.
Mañana mismo voy a llevarle el dinero». Pasó el día pensando en
la extraña mujer de los ojos grises, en su cálida y serena
sonrisa, en la ocurrencia de haber pagado ella los regalos...
Por la tarde, movido por la curiosidad, se sentó a leer el libro
de «Encuentros Fortuitos», sin entender cómo ella estaba tan
segura de que una novela pudiera sorprenderle.
La lectura le absorbió durante horas, sin que sintiera el paso
del tiempo. La novela estaba escrita en un lenguaje fluido y
ameno, y el relato avivaba su interés página tras página. Era la
historia de un hombre solitario, como él, que se buscaba a sí
mismo, a través de la reflexión de sus recuerdos y esperanzas.
Sin darse cuenta, llegó hasta el último capítulo. De repente
encontró unas líneas subrayadas a bolígrafo. Comenzaban así:
«... Y tomó la decisión de no pasar aquellas fiestas sin regalos
de Navidad; los compraría para sí mismo. Se le ocurrió una
idea...». A continuación, contaba el escritor que el
protagonista entró en unos grandes almacenes, recogió un impreso
de carta a Santa Claus, subió a la cafetería, escribió la carta,
deambuló indeciso con la idea de atreverse a entregarla a un
empleado...
Todo era una réplica prácticamente exacta de lo que en realidad
había vivido él. Era verdaderamente sorprendente. Las últimas
líneas subrayadas decían: «... Aún ignoraba que muy pronto se
miraría en los ojos grises de aquella desconocida y que se
encontraría a sí mismo en el amor que les aguardaba». Acabó de
leer aquel último capítulo con el corazón acelerado, impaciente
por saber cómo acababa aquella historia, que ya sentía que no
era otra sino la suya. El libro finalizaba contando que abría
sus regalos y descubría que ella le devolvía el dinero, junto a
una nota en la que le pedía que leyese cuanto antes el relato de
«Navidades de soltero», que era un libro incluido entre los
regalos. Al día siguiente, el protagonista iba a buscarla a los
grandes almacenes, llevándole un hermoso ramo de flores. En las
últimas líneas, el autor aseguraba que aquel final era el
principio de una verdadera historia de amor que algún día
ocurriría...
La mañana del día 7 de enero también amaneció fría y gris, pero
a Francisco se le antojaba cálida y luminosa. Fue al encuentro
de Carmen, portando una amplia sonrisa y un ramo de rosas rojas.
Ella le estaba esperando junto al mostrador donde se vieron por
primera vez. Le pareció preciosa la mirada, radiante y
transparente, de sus ojos grises. Se miró en ellos, y sintió
como si se encontrara a sí mismo...
¿Recuerdas cuando yo era presente y tú me convertiste en pasado?
Me quedé allí, flotando en ninguna parte de aquel espacio
inmóvil y vacío. Aquel día te escribí una carta, de esas que
nunca se envían; una carta péndulo encabezada en el camino de
ida y firmada en el de vuelta.
Desde el limbo en el que me quedé paralizada, inicié un
movimiento, un viaje con billete de ida y vuelta en el que fui
hacia ti sólo para volver conmigo misma. Aquel fue el día del
péndulo en el que, sin que tú supieras, te dije adiós y te
convertí en pasado para encontrarme en un presente que me
llevase hacia algún futuro.
Me dijiste adiós y vi como te alejabas de espaldas, sin darte
cuenta de que, con las prisas, te llevabas mi ilusión guardada
en un bolsillo. Me quedé detrás y me convertí en pasado ¿te
acuerdas?
Hoy aquel adiós se convierte en futuro, como una ilusión que
retrocede para tomar impulso, porque también estaba suspendida
en un lugar sin movimiento, entre un pasado y un futuro que no
lograba hallarse en ningún presente.
Y es el péndulo que vuelve y me roza, el adiós que me vuelve
futuro, el ayer que toma impulso para encontrarse conmigo en el
mañana, porque sólo un movimiento hacia atrás lo podía impulsar
hacia adelante.
Hoy estoy aquí, de nuevo, iniciando un movimiento, con un
billete de ida y vuelta que me llevará hasta tí, y me hará
volver hacia mí misma. Quizás me estés esperando en una estación
desconocida, señalada por los extraños brotes de una primavera
de diciembre, pero yo ya he ido y he vuelto por esta carta que
dice: amigo, amor, amigo, y que te envío sin pedirte ninguna
respuesta.
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