Con este libro, Juan Mena ganó en 1999 el premio internacional
de poesía «Alba y Camino», uno más de los muchos reconocimientos
que este poeta viene obteniendo desde hace años. Los espejos
preferidos es, sin duda, un poemario exquisito en el que nos
transmite su capacidad para evocar a nuestros clásicos. Como si
se tratase de una metamorfosis deliciosa, el poeta se sumerge en
la piel y el alma de Garcilaso, de Góngora, Quevedo, el
Arcipreste de Hita, Aleixandre, Cernuda... y así, devolverlos a
la vida de hoy, a la actualidad de nuestro entorno, a veces, al
pasado en que vivieron, y hablar con absoluto respeto a través
de ellos. Y esto porque, no en vano, todos vienen a ser los
espejos en que Juan Mena, artista de la palabra, se mira con
admiración.
Es impresionante observar cómo el poeta nos hace ver que todos
esos creadores preferidos por él, continúan vivos. Y, vivos, se
pasean a veces por nuestros paisajes urbanos, desorientados,
asombrados ante la sinrazón que invade a la humanidad. Así, San
Juan de la Cruz, se entristece ante el vacío que una ciudad en
su despliegue nocturno le ofrece, incapacitada para deleitarse
en lo divino y para disfrutar de la experiencia mística del
santo. «Señor, llena de luz este vacío», implora. El alma del
carmelita, «novia azul del entusiasmo», se torna pues,
conciencia denunciadora. Como también le ocurre a nuestro
entrañable conde Arnaldos, transfigurado en poeta urbano que,
como «ángel desorientado», intenta oír a su musa.
Juan Mena sabe que el «locus amoenus» del poeta es el
recogimiento y el apartamiento, como así se imagina que le
ocurre a Boscán, que le cuenta a Garcilaso su deseo de olvidar
la guerra, de hallar a su musa entre bosques y ríos, y así,
rescatarse de «tanto laberinto/que al hombre aturde, acalla,
empequeñece».
Y el poeta sigue imaginando, y así, pegado a la piel de sus
espejos preferidos, evoca, siempre en primera persona, alguna
tristeza de Góngora, el sentimiento de Antonio Machado en su
exilio, la romántica debilidad de Bécquer en su enfermedad, el
recuerdo a Teresa de Espronceda, la reflexión existencialista de
Borges, el último viaje de Lorca a Granada, el rumor místico de
Juan Ramón Jiménez bajo su cielo de Moguer...
Nada es casual ni circunstancial en la poesía de Juan Mena. Este
recorrido literario tampoco lo ha sido. Su homenaje es sincero,
fiel respuesta a ese rodar de la poesía y de los poetas
verdaderos por su sangre. Como tampoco es casual la forma
métrica utilizada. En su metamorfosis poética, nuestro autor
añade a la personalidad adquirida la forma que los poetas
homenajeados dieron a sus versos. De este modo, los romances,
las octavas reales, los sonetos, las estancias, los tercetos
encadenados, los versos blancos... pueblan las páginas del
libro.
Nada puede sorprendernos a estas alturas de Juan Mena; ni su
exquisito vocabulario, ni el uso magistral de la metáfora, ni su
maestría para las imágenes. Él, pulcro constructor de versos,
nos regala en cada uno de sus libros la belleza eterna de la
poesía. Él, que para nada, y mientras tengamos memoria, será ese
triste poeta desconocido enterrado en una tierra de muerte y
olvidos, y con el que cierra estos Espejos Preferidos.