Esa noche debía hacer guardia. No le agradaba mucho la idea de
no pasarla en su casa junto a su mujer, siendo el primer año de
casados y hallarse lejos de sus padres.
La nieve caía mansamente sin hacer ruido, cubriendo todo como si
de una blanca sábana se tratase. Mirando tras los empañados
cristales, veía con dificultad el resplandor de las luces de la
ciudad engalanada para celebrar las fiestas navideñas. A él, por
motivos de trabajo, le era imposible, al menos por esa noche,
gozar de ellas.
Recordaba, cuando siendo niño y llegaba la Navidad, que todo se
transformaba. Su madre parecía más alegre y su padre más
solícito con todos. Montaban el Belén, en todos los sentidos, ya
que las pequeñas discusiones no faltaban al no ponerse de
acuerdo en donde colocar las figuras para que realzasen más,
terminando en una batalla campal entre los tres hermanos
mientras su padre les hacía ver que sería mejor dejarlo por el
momento. Cuando llegaba la hora de guardarlo todo, él sentía un
dolor muy intenso y una duda. Si el año próximo sería tan feliz
como éste.
Siguió siendo feliz, según transcurría su vida, sin ser
consciente de ello.
Cada hermano tomó diferente rumbo. El mayor se instaló en
Centroamérica donde regentaba un gran hotel y se relacionaba con
toda clase de gente. En sus cartas solía hacer mención de los
españoles que se hospedaban en dicho hotel y le comentaban la
marcha del país, no siempre buena, según le decían, pero a la
vista estaba que no debía ser muy mala cuando podían viajar
libremente y tomarse unas vacaciones en Navidad.
Su segundo hermano ingresó en un monasterio. Desde niño era
patente su religiosidad. En sus estudios, la calificación en la
materia de religión era de sobresaliente, por lo que al
finalizar su carrera de Ingeniero, ingresó en el seminario.
Desde niño era visible su vocación. Para sus padres fue una gran
satisfacción. Sintiéndose muy felices al asistir a la
celebración de su primera Misa y que se dedicase a la enseñanza.
Recordando todo ésto tras el cristal empañado, y en una noche
tan singular, sintió que su trabajo bien se pudiese comparar, en
cierta medida, a la de sus dos hermanos. Se veía obligado a
tratar con toda clase de gente, al ser su cometido como médico
del centro, el reconocimiento previo a la clasificación de donde
debía ser ubicado el recién ingresado. Se limitaba al
reconocimiento del cuerpo, más adelante tendría ocasión de
conocer los motivos de su ingreso. Era habitual que en el primer
encuentro no cruzasen palabra alguna, más tarde terminaban en
confesión con él.
A pesar de ser su primer año de trabajo tras finalizar la
carrera de medicina, y no sobrado de experiencia, comprendía a
la perfección la debilidad humana.
Trató de limpiar el vaho del cristal con las manos, pero sin
llegar a hacerlo por asepsia, y ¿para qué? Si él gozaba del
privilegio de ver el resplandor de las luces en la lejanía,
cuando todos los allí recluidos, ni de eso podían gozar.
Absorto en sus pensamientos, oyó unos golpes en la puerta,
acudiendo rápidamente. Al abrirla se sorprendió al ver a un
hombre joven, y solo, que le pedía por favor le permitiese mirar
tras los cristales el resplandor de las luces que anunciaban la
Navidad. Explicándole, a continuación, que el motivo de su deseo
no era otro que comprobar la extraordinaria deformación en la
que los hombres han transformado un hecho tan trascendental para
la humanidad, en una fiesta de consumismo y despilfarro.
Se asombró al darse cuenta que al ingresar no había pasado por
la enfermería, y que no le había visto nunca. No se explicaba
cómo había podido llegar hasta allí sin ser visto.
La noche no había hecho más que comenzar y él no tenía más que
dejarle hablar. Se dispuso a oírle con suma atención, sin saber
de quién se trataba. Comenzó diciendo que no pertenecía a ningún
Sindicato, ni intención de fundar alguno. Que el motivo de
hallarse allí era por haber deseado que los hombres se amasen
entre sí y pudiesen vivir en paz ¡Imposible! El gusano de la
guerra que llevan dentro no permite el más leve respiro,
deseando un mundo putrefacto donde poder campar a sus anchas. El
único Dios al que adoran es el dinero, llámese Dólar, Yen, Libra
Esterlina, Marco Alemán... El mismo becerro de oro con
diferentes caretas.
Al sentirse presos de sí mismos desean liberarse explorando el
espacio, aunque para ello deban enfundarse en trajes que no les
permiten más que el movimiento de las manos y con dificultad.
Las potentes máquinas ideadas por ellos, no les hacen sentirse
felices al estar sujetos a límites de velocidad que ellos mismos
se imponen por su propia seguridad.
Acercó su cara al empañado cristal, y como pensando en voz alta,
oyó que decía: «Navidad... Desean transmitirla de generación en
generación y cada vez más deformada. Si se amasen como yo les
recomendé, centros como éste no serían necesarios».
Esta última frase le hizo despertar del leve sueño en que había
caído al sentir que la puerta se abría y dos funcionarios
irrumpían custodiando a un joven embriagado. Tras el
reconocimiento médico fue trasladado a la sección de
preventivos. Más tarde, estaba seguro, le confesaría los motivos
de su ingreso en prisión y le haría recordar a su hermano. En
tanto, pasaban lentamente las horas de aquella noche de Navidad
que la nieve había cubierto como si de una blanca sábana se
tratase. Sí, por un momento se sintió feliz lejos del bullicio,
de la comida y la bebida, de la música y el baile, de la farsa
de la vida.