En
«Arena y Cal» del pasado febrero di a conocer hechos singulares
y grandiosos ocurridos a personas en la Isla. Hoy voy a recordar
otras circunstancias, también singulares, de las que se hizo eco
la prensa local, referidas a «muertos resucitados», porque la
antigua Villa de la Real Isla de León está siempre en la brecha
sobre sucesos fuera de serie, algunos de tipo fúnebre que paso a
reseñar:- El Padre Melitón, capellán de la Armada y párroco en
la Casería de Ossio, se fue retirado a Burgos donde residía su
familia. Allá por la década de los 60 dijeron al corresponsal de
«Diario de Cádiz», entonces D. Gaspar Fernández de León, que
dicho sacerdote había fallecido; y sin asegurarse de la
veracidad de la noticia publicó el triste suceso, con frases muy
elogiosas para el antiguo capellán castrense, que gozaba de
muchos afectos en toda la Zona Marítima del Estrecho.
El envío de pésames a la familia burgalesa fue numeroso, dando
origen a una llamada telefónica al corresponsal en los
siguientes términos: «Don Gaspar... ¡Soy el Padre Melitón, que
todavía vivo!» La rectificación fue inmediata.
-Otra noticia publicada por Don Gaspar (que le facilitó un
alumno de la Escuela de Suboficiales recién llegado de
Cartagena), fue la de la muerte de un isleño, Capitán de Sanidad
de la Armada, que vivía retirado en aquella población. Al
enterarse éste de tan fúnebre mensaje, me escribió una carta que
decía: «Mi querido amigo Quintín, quisiera saber quién fue el
hijo de la gran p. que facilitó a D. Gaspar la información»...
Otra rectificación urgente del corresponsal.
Allá por la última veintena del pasado siglo desempeñaba el
cargo de jefe del Arsenal de la Carraca un Almirante, que a su
prestigio profesional unía dotes de simpatía singulares. Su
apellido coincidía con el de otro marino residente en Cádiz. La
escritora y poeta isleña Soledad Lozano leyó en la prensa la
noticia del fallecimiento de una señora vinculada al apellido
del Almirante y se apresuró a darle el pésame al Jefe del
Arsenal, cuando en realidad la noticia se refería a la del
almirante residente en Cádiz. Pasan los días y Soledad se
encuentra con el residente en la Carraca, que iba acompañado de
su mujer, y éste le dice con el empaque alegre que le
caracterizaba: «Soledad, aquí te presento a mi difunta
esposa»...
Cierto día tuvo lugar un entierro, que, con el coche fúnebre y
sus cuatro bolicheros, iba recorriendo por una calle detrás de
la Iglesia Mayor para emprender su marcha al cementerio. De
pronto el supuesto muerto elevó al cielo una de sus manos,
sembrando el desconcierto de los acompañantes, uno de los
cuales, con aspecto agitanado, salió corriendo a la vez que
gritaba descompuesto: «¡El muerto es un vivo!»
Y finalmente quiero recordar a los lectores el hecho ocurrido a
un tripulante del «Juan Sebastián de Elcano», que llegó a
oficial de la Armada y residió en la Isla. Durante un fuerte
temporal del buque escuela, con olas que alcanzaban varios
metros e impedían el desembarco de botes de auxilio, uno de sus
hombres fue arrebatado por las aguas y arrojado al mar de forma
violenta. Se le daba por desaparecido, cuando otro golpe de mar
le devolvió al buque, donde pudo agarrarse fuertemente a una de
las drizas, salvando así su vida milagrosamente.
Esto es todo, amigos, y que el Señor nos libre durante muchos
años del tránsito definitivo hacia el último destino de nuestras
vidas.