Veníamos a decir en el último párrafo del artículo anterior que,
quiera que no, todo artista que juega al surrealismo lleva una
intencionalidad, aunque él crea que improvisa con novedades y
mezcle en el módulo artístico todos aquellos elementos que
encuentra a su paso -en el caso de la literatura serían palabras
inadecuadas o construcciones de palabras con las que se desea
sorprender a los lectores-. De momento, lleva la intención de
volver del revés el arte tradicional, que es a lo máximo que
llegan algunos, sin pasar de una agitación coctelera de vocablos
e ideas inconexas. Ortega y Gasset, que fue como sabemos un
excelente crítico de todo cuanto tocaba, decía en En torno a
Galileo, Austral, p. l64, que las dos generaciones de principios
del siglo XX habían tomado para hacer arte el residuo y el
detritus de lo que se dejaba atrás como viruta de la obra
artística. Para una información detallada de la visión del
filósofo acerca del arte de vanguardias habría que leer La
deshumanización del arte. No voy a entrar en si Ortega exagera o
sentencia de manera justa. Mi punto de vista se repliega a
refutar la pretensión del que se afana en convencernos de que
descubre su Mediterráneo cuando nos presenta como nueva su
creación. Y que esta novedad estriba, además, en que ya no pacta
con el tema, ya no necesita una idea, sino que ha deshumanizado
sus contenidos y lo que ofrece es «arte puro».
El lector puede pensar que mi interés se inclina hacia un
necesario contenidismo -no a la fuerza realismo al estilo
decimonónico o social de literatura de posguerra-, pero mi
orientación no va por ahí, sino por una necesidad de
comunicación; trasmisión de experiencias personales. El arte no
surgió como capricho de un primitivo al grabar en una cueva una
pirueta o signo arbitrario. Sin duda, reprodujo la figura de un
animal o un árbol o una flor. Es decir, su arte tenía
motivación, como lo sigue teniendo actualmente y lo tendrá
siempre (el vanguardista está también motivado por una
preocupación: la de una jubilosa ruptura con lo ya consagrado o
estereotipado.)
Lo que olvida a menudo el sediento innovador es que las formas
literarias vienen precedidas de ideas filosóficas. Pongamos por
ejemplo el neoclasicismo, renovado por el romanticismo. Ni Larra
ni Espronceda inventaron este último. Fueron, a pesar de su
genio creador respectivo, corifeos nada más -y nada menos- de la
Estética literaria de su tiempo. Ya dijo Federico Nietzsche que
los artistas nada más que eran ayudantes de cámara de una
filosofía. De hecho, esa vanguardia artística a la que aludimos
con el título orteguiano, no apareció de buenas a primeras, sino
que fue una consecuencia del irracionalismo filosófico que tuvo
su plenitud en la segunda mitad del siglo XIX y que tiene sus
orígenes, me parece, en la Crítica de la razón pura de Kant. Sin
embargo -y volviendo a aspectos más superficiales-, Juan Ramón
Jiménez, aunque fuese nada más que un feliz renovador de nuestra
poesía, logró una transición del modernismo a la llamada «poesía
pura» que abrió nuevos cauces, que aprovecharon, junto a otra
fuentes, los poetas del Grupo Cántico.
A manera de conclusión, podríamos afirmar que todo arte, más aún
el literario, que se basa en el lenguaje, intenta comunicar, y
la comunicación se nutre de la experiencia, aunque ésta sea
intuitiva. Si no se canta una «viva historia», como decía
Machado, porque la historia humana está hoy por los suelos y
hemos perdido la facultad del asombro, será inevitable la
búsqueda de nuevos estímulos esteticistas, pero sea como sea, la
motivación estará en los umbrales del poema, como seleccionando
el lenguaje y dejando pasar tal una aduana a procedimientos y
palabras que todavía nos emocionan. Si esto es poesía «nueva»,
bienvenida sea.