Página anterior. Volver Portada gral. Staff Números anteriores Índice total 2002 ¿Qué es Arena y Cal? Suscripción Enlaces
Ohhhh!, eso es muy caro. Sólo tengo dos mil pesetas que es lo que vale esto, en verdad. ¡Anda, hijo! hazme una rebajita... No digas que no puedes, pregúntale a tu padre, verás como dice que sí. Yo siempre le compro a ustedes y siempre me lo dejan más barato...Un jueves más, Rosario volvía satisfecha de su fantástica compra en el mercadillo que los gitanos ponían ese día en su ciudad. Empleaba la táctica del regateo con un arte del que no muchas mujeres podían presumir, y era un gustazo vanagloriarse, delante de todas sus conocidas, de su astucia al conseguir lo que se le antojaba siempre más barato. Y entre la gente ya se sabe, había una minoría que se alegraba de que conociera tan bien la táctica de ese saber comprar a buen precio, y una mayoría que no resistía la petulancia de Rosario al enseñar sus gangas como si sólo ella supiera regatear. Estas últimas, cuando la veían venir, se decían: "ahí viene la más por menos", porque ella aseguraba siempre conseguir más por menos dinero.

Resulta difícil saber desde cuando utiliza este método que a veces llegaba a marear a los vendedores y otras provocaba que estos pudieran emplear una palabra más alta que otra al despedirla, porque no siempre se salía con la suya y tenía que aguantar malas caras y palabras. Eran gajes del oficio, según ella. Sus amigas más íntimas, aseguran que eso le viene a ella de familia, porque eran catorce hermanos y la madre tuvo que llorar y pedir mucho para poder llevarlos para adelante. Cuando empezaban a tener edad los mandaba a todos a llorarle a toda la vecindad y solían volver a casa todos comidos y, a veces algunos, hasta vestidos. Ahora, sin nadar en la abundancia, Rosario tiene un marido bueno y trabajador que no permite que a ella ni a sus hijos les falte de nada. Pero lo curioso es que ella nunca olvidó ese arte que la necesidad le hizo dominar y, como ya no tenía que llorar para hacerse con un plato de comida, había encontrado otro campo, incluso más divertido, para seguir utilizando tantas tácticas aprendidas en su niñez.

Había comercios, como el citado mercadillo, en donde ese método de pedir más económicos los productos podía ser hasta un requisito imprescindible para hacer una buena compra, pero había otros en los que utilizarlos no se le ocurriría a nadie. Ella compraba frutas si no más baratas sí más cantidad, si compraba tornillos se llevaba tres por dos, si iba por los libros de sus hijos salía aunque fuera con un bolígrafo de regalo y en los sitios imposibles, como la panadería, en la que el precio era fijo, para salirse con la suya decía que se llevaba el pan con el pico partido si le rebajaban un duro. Era parte ya de su carácter, conseguir siempre lo que quería por menos.

No todo en la vida del ama de casa es comprar ni proveerse de facilidades, y su mayor lucha en estos momentos era su hijo Ramón, que llevaba tres años en paro y firme candidato para caer en una gran depresión. Si hubiera podido ir a regatear un empleo, hubiese ido al mismísimo ministro, pero su hijo deseaba aprobar una oposición que siempre le fallaba en el último examen.

La señora no sabía qué hacer y un día oyó hablar de la milagrosa labor del San Pancracio de la iglesia de las Angustias de un pueblo de la sierra con los que se dirigían a él con ardoroso fervor. Ese día pasó toda la noche pensando en el remedio, se levantó a la mañana siguiente y, sin decir nada a nadie, se dirigió a la estación de autobuses que la llevaría a la anhelada localidad. Se daba cuenta que iba a pedir, no una pieza de pan más barata, porque estaba rota, ni un pantalón porque tenía descosida la cremallera, iba a pedir la felicidad de su hijo, y usando sus más laboriosas artimañas había pensado que le ofrecería al santo lo que consideraba más duro para ella. Si su hijo aprobaba esta vez, Rosario dejaría de regatear en todo lo que le quedaba de vida.

Ramón aprobó, no sabemos si por los ruego de su madre o si porque esta vez estudió y tuvo más suerte. Su madre ha dejado de ir al mercadillo porque no encuentra aliciente en ir y pagar lo que le piden. En su casa todos se extrañan de ver enteras las piezas de pan y hasta echan de menos los gritos y carcajadas de la señora contando cómo había conseguido más por menos. Ella cree que su hijo aprobó por la dura tentación que ella tiene que soportar y vencer. Ahora el único resquicio que cree ella le está permitido es regatearle a los santos, aunque a ellos haya que ofrecerle siempre algo a cambio, pero eso puede ser hasta divertido, así que se va temprano a la cama por las noches y promete que no tomará café al día siguiente si su hija llega sana del viaje, que limpiará dos veces el cuarto de baños, que lo odia, si su marido llega mañana otra vez y le da dos besos o que invitará a un café a la poco simpática vecina del tercero si encuentra la llave que se le ha perdido. ¿Puede alguien asegurar que la imaginación no hace milagros?






 

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