Ohhhh!, eso es muy caro. Sólo tengo dos mil pesetas que es lo
que vale esto, en verdad. ¡Anda, hijo! hazme una rebajita... No
digas que no puedes, pregúntale a tu padre, verás como dice que
sí. Yo siempre le compro a ustedes y siempre me lo dejan más
barato...Un jueves más, Rosario volvía satisfecha de su
fantástica compra en el mercadillo que los gitanos ponían ese
día en su ciudad. Empleaba la táctica del regateo con un arte
del que no muchas mujeres podían presumir, y era un gustazo
vanagloriarse, delante de todas sus conocidas, de su astucia al
conseguir lo que se le antojaba siempre más barato. Y entre la
gente ya se sabe, había una minoría que se alegraba de que
conociera tan bien la táctica de ese saber comprar a buen
precio, y una mayoría que no resistía la petulancia de Rosario
al enseñar sus gangas como si sólo ella supiera regatear. Estas
últimas, cuando la veían venir, se decían: "ahí viene la más por
menos", porque ella aseguraba siempre conseguir más por menos
dinero.
Resulta difícil saber desde cuando utiliza este método que a
veces llegaba a marear a los vendedores y otras provocaba que
estos pudieran emplear una palabra más alta que otra al
despedirla, porque no siempre se salía con la suya y tenía que
aguantar malas caras y palabras. Eran gajes del oficio, según
ella. Sus amigas más íntimas, aseguran que eso le viene a ella
de familia, porque eran catorce hermanos y la madre tuvo que
llorar y pedir mucho para poder llevarlos para adelante. Cuando
empezaban a tener edad los mandaba a todos a llorarle a toda la
vecindad y solían volver a casa todos comidos y, a veces
algunos, hasta vestidos. Ahora, sin nadar en la abundancia,
Rosario tiene un marido bueno y trabajador que no permite que a
ella ni a sus hijos les falte de nada. Pero lo curioso es que
ella nunca olvidó ese arte que la necesidad le hizo dominar y,
como ya no tenía que llorar para hacerse con un plato de comida,
había encontrado otro campo, incluso más divertido, para seguir
utilizando tantas tácticas aprendidas en su niñez.
Había comercios, como el citado mercadillo, en donde ese método
de pedir más económicos los productos podía ser hasta un
requisito imprescindible para hacer una buena compra, pero había
otros en los que utilizarlos no se le ocurriría a nadie. Ella
compraba frutas si no más baratas sí más cantidad, si compraba
tornillos se llevaba tres por dos, si iba por los libros de sus
hijos salía aunque fuera con un bolígrafo de regalo y en los
sitios imposibles, como la panadería, en la que el precio era
fijo, para salirse con la suya decía que se llevaba el pan con
el pico partido si le rebajaban un duro. Era parte ya de su
carácter, conseguir siempre lo que quería por menos.
No todo en la vida del ama de casa es comprar ni proveerse de
facilidades, y su mayor lucha en estos momentos era su hijo
Ramón, que llevaba tres años en paro y firme candidato para caer
en una gran depresión. Si hubiera podido ir a regatear un
empleo, hubiese ido al mismísimo ministro, pero su hijo deseaba
aprobar una oposición que siempre le fallaba en el último
examen.
La señora no sabía qué hacer y un día oyó hablar de la milagrosa
labor del San Pancracio de la iglesia de las Angustias de un
pueblo de la sierra con los que se dirigían a él con ardoroso
fervor. Ese día pasó toda la noche pensando en el remedio, se
levantó a la mañana siguiente y, sin decir nada a nadie, se
dirigió a la estación de autobuses que la llevaría a la anhelada
localidad. Se daba cuenta que iba a pedir, no una pieza de pan
más barata, porque estaba rota, ni un pantalón porque tenía
descosida la cremallera, iba a pedir la felicidad de su hijo, y
usando sus más laboriosas artimañas había pensado que le
ofrecería al santo lo que consideraba más duro para ella. Si su
hijo aprobaba esta vez, Rosario dejaría de regatear en todo lo
que le quedaba de vida.
Ramón aprobó, no sabemos si por los ruego de su madre o si
porque esta vez estudió y tuvo más suerte. Su madre ha dejado de
ir al mercadillo porque no encuentra aliciente en ir y pagar lo
que le piden. En su casa todos se extrañan de ver enteras las
piezas de pan y hasta echan de menos los gritos y carcajadas de
la señora contando cómo había conseguido más por menos. Ella
cree que su hijo aprobó por la dura tentación que ella tiene que
soportar y vencer. Ahora el único resquicio que cree ella le
está permitido es regatearle a los santos, aunque a ellos haya
que ofrecerle siempre algo a cambio, pero eso puede ser hasta
divertido, así que se va temprano a la cama por las noches y
promete que no tomará café al día siguiente si su hija llega
sana del viaje, que limpiará dos veces el cuarto de baños, que
lo odia, si su marido llega mañana otra vez y le da dos besos o
que invitará a un café a la poco simpática vecina del tercero si
encuentra la llave que se le ha perdido. ¿Puede alguien asegurar
que la imaginación no hace milagros?