Frente al paisaje
-comienza a declinar la tarde
de finales de agosto-,
perdida la mirada
en esos ultralejos, tantas veces sentidos
como grato sedante para el ojo,
cansado de fijarse en el papel;
quizás con algún libro
que acarician las manos con goloso ademán;
quizás con el cuaderno y la pluma que deja
su trazo enfebrecido,
hoja tras hoja, en él,
me siento más cercano al hombre:
ése que sé que, aunque es mi hermano,
no me entiende ni quiere.
Dicen y piensan que soy hombre raro
-algunos me desprecian-;
indiferentes, o, tal vez, hostiles,
siguen camino,
llevando en la mirada
esa total incomprensión
hacia el hombre que llaman,
burlonamente,
«ese poeta».