Llegando a una determinada edad, cuando ya vamos madurando, los
hombres y mujeres nos volvemos transparentes hacia los demás, ya
no hay nada que ocultar ni en nuestro cuerpo ni en nuestra
mente, sí que hay múltiples experiencias vividas, que quedan en
el recuerdo personal de cada cual y que nunca olvidamos, pero el
resto se difumina. El hombre transparente se decepciona al
pasear por la calle y ya no recibe ni una mirada furtiva de una
chica joven -o viceversa en la mujer-, porque la sociedad actual
valora el culto al cuerpo, lo joven es lo que se lleva, lo que
vende, lo viejo no vende, aunque ahora todos pretendemos no
envejecer nunca y buscamos remedios a través de la cirugía para
conservar siempre ese aspecto juvenil, que tampoco está mal ser
joven de espíritu y de aspecto personal.
El hombre transparente, en cambio, es un pozo de sabiduría,
lleno de historias interesantes para contar con su agitada vida
terrenal, que no siempre oímos porque nos parecen aburridas y
ahora vamos a la concreción de las ideas, porque la sociedad de
la información así lo exige, para no quedarnos obsoletos y
desfasados
En la vida no siempre se puede ser una persona transparente,
aunque sería lo ideal, siempre nos inventamos alguna mentira
piadosa, en situaciones comprometidas, para salir del paso de
algo que nos conviene y no dudamos en ser mentirosos por unas
determinadas situaciones personales que nos pueden perjudicar.
A pesar de su transparencia y de las decepciones vitales, la
persona madura no se debe deprimir y debe aceptar la vida tal
como venga, cuidándose y realizando actividades culturales y
sociales, en definitiva moviéndose quizás con más pausa, con
menos ambición que cuando era más joven, pero sin prisas,
disfrutando intensamente cada acto cotidiano e intentando dejar
de ser un hombre transparente, con emociones, con sorpresas, con
vivencias, con sensaciones, que la edad no puede machacarnos,
porque para eso está el espíritu vital para salir del letargo
cotidiano.