Hoy cuando llegué a casa, extenuada y sumamente deprimida, me
acosté sin desvestirme para recuperar fuerzas, descansar unos
segundos y, durante ellos, olvidarme del cúmulo de cosas que en
los últimos meses me fueron cercando hasta sentir un deseo
irreprimible de querer acabar con la vida que me quedaba.
El silencio que reinaba a mi alrededor me hizo comprender que
Román no había vuelto; miré en el contestador para ver si tenía
un mensaje, y tenía uno con las frases de siempre, "Hola,
querida, un imprevisto me impide llegar a casa para cenar
contigo, vendré tan pronto como haya terminado unas cosas de
última hora que no puedo dejar."
Hacía ya varios meses que dormíamos en habitaciones separadas
con el pretexto de no despertarme cuando llegaba tarde, y yo
acepté encantada. Este arreglo nos venía bien a los dos y sobre
todo a mí que sabía de sus andanzas y no soportaba tenerlo a mi
lado como si fuéramos una pareja normal y unida.
Poco a poco me adentré en una extraña somnolencia, como en un
estado cataléptico, o muerte aparente, y me sentí como si
estuviera recostada entre nubes flotando en un espacio abierto
que me hacía muy feliz. ¿Dormía o soñaba despierta? ¡Poco
importaba!, si un bienestar desconocido me envolvía y del cual
no quería salir. Desde el lugar en el que me encontraba vi cómo
Román se me acercaba y me tocaba la frente que le pareció fría
sin estarlo y su cara se transformó, ¿es que se creyó que me
había muerto?
El tiempo para mí no transcurría y todo sucedió sin esperas. A
los pies de mi cama vi a mi marido que pálido y nervioso decía
con un hilo de voz ¿Isabel muerta? Dios mío, si no puede ser…
Estalló en unos sollozos que me hirieron como si una puñalada me
hubiera atravesado el alma. No podía apartarme de ese cuadro
visionario tan bien representado que muerta o soñando no podía
soportar. Mi hijo Daniel que estaba a su lado un poco confuso
creyó que estaba diciendo la verdad.
Los vi a todos como si estuvieran representando una obra de
teatro y cada uno tuviera asignado un papel en la comedia que
tenían que personificar. El más natural era Miguel quien con sus
veinticinco años recién cumplidos no le importaba ni la familia
ni la sociedad entera, a la que rechazaba, y de la que no quería
participar. Este hijo mío, tan apuesto y de tan finos modales,
no soportaba ser dirigido por nadie. Vivía de negocios de los
que nadie conocía la procedencia ni a cuánto ascendían sus
ingresos, que debían ser importantes por el tren de vida que
llevaba.
Los estaba descubriendo tal y como eran, sin subterfugios ni
sentimentalismo, que en mi estado de inconsciencia profunda no
podía precisar si lo que ocurría a mi alrededor estaba pasando
de verdad.
Dani miraba a todos sin comprender que pasaba y estaba
profundamente entristecido. Pude ver en la mirada de Román el
menosprecio que sentía por mi hijo menor. No era brillante, pero
sí constante, y poco a poco iba logrando lo que quería, no era
muy grande su ambición, y también sin ella consiguió una
estabilidad que su propio padre nunca había logrado.
Luis, mi tercer hijo, hablaba en voz baja con Julia, mi única
hija, que lloriqueaba y con un hilo de voz le decía ¿y si no
estuviera muerta? Sí, sí, decía mi marido como si fuera un
experto en muertes repentinas. A tu madre debió de sorprenderle
un infarto mientras dormía y no sufrió, para ella no pudo ser
una muerte más digna, pero, ¿y para nosotros?, cómo vamos a
poder resistir de ahora en adelante la vida sin ella. "Que tipo
más hipócrita -grité desde el recóndito lugar en que pude verle
por fin como era." Sus palabras me sobresaltaron hasta
convencerme de que, desde luego, muerta yo no estaba.
Julia que no sabía de la doble vida de su progenitor le abrazó
con extrema compasión, y él tuvo el valor de fabricar unas
lágrimas que no sé como se le posaron en sus ojos tan
oportunamente que hasta yo sentí pena por la farsa que
representaba delante de sus hijos, que tenían la lealtad de
demostrar lo que cada uno sentía.
El dolor no se vislumbraba en ninguno de ellos. Dani como era
tímido y tenía complejo de parecer aniñado no quería demostrar
su tristeza que quiero pensar era profunda,
¡Pobre hijo mío!, qué perdido lo vi en una familia en la que
cada uno estaba pensando en todo lo que les quedaba por hacer en
ese viernes por la tarde, con el fin de semana que se les echaba
encima. Juli era la que tenía problemas más serios y sola no
sabía afrontarlos
Imagino que estaba pensando que sin mí no sabría qué
determinación tomar. La vida la tenía difícil con ese marido que
la hacía sufrir innecesariamente. Este era un tipo vago e
inconsciente que prácticamente vivía de lo que ella ganaba en
una clínica como jefa de enfermera en un equipo de cirugía
plástica. Con una pareja de gemelos que adoraban al padre, ella
arrastraba su vida sin tener el valor de echarlo todo a rodar.
Yo que nunca pude ver a mi yerno ni cuando las cosas iban bien,
no quise aconsejarle que lo dejara; tampoco yo dejé a su padre y
tenía motivos más graves que ella.
Poco a poco la habitación quedó silenciosa. Lejos oía el rumor
de preparativos, no sabía si estaban organizando mi entierro o
discutían el dejarlo para el día siguiente. Un estremecimiento
me recorrió por todo mi cuerpo... ¿Y si me enterraban viva? Y
sin embargo la idea de volver a mi deberes cotidianos me seducía
todavía menos. Al fin de cuentas mi vida era de una monotonía
desesperante y poco a poco me iba consumiendo hasta convencerme
de que no podía esperar nada de ella. Los días iban pasando al
borde del paroxismo revelándome el abismo que se había abierto
entre nosotros y que se agrandaba más y más con el transcurso
del tiempo.
Lo único que de verdad me atraía era dormir, dormir eternamente.
No fue la claridad del día lo que perturbó mi pesado sueño…
Aquello era un resplandor celestial que me hizo un bien enorme.
Nada era como antes, imágenes sin rostro danzaban alrededor de
mí alzándome hasta encontrarme suspendida en el aire A mi
alrededor un silencio pacificador en un lugar abierto, un
horizonte inmenso en el que me envolvía un maravilloso bienestar
del que ya no quería salir nunca más...