Las olas de veinte metros sombreaban la ciudad cubriéndola
con su cúpula de agua, que al poco se dejaba caer,
bruscamente, con estruendo, inundándolo todo, embarrándolo
todo, rellenando en río las grietas que, en el suelo, había
abierto el terremoto, grietas que, por un momento, mostraron
los infiernos, infiernos que luego ascenderían, y en un
parto de fuego y odio se alumbraron a sí mismos reinando por
unas horas en un mundo resquebrajado.
Alejandría entera se rompía. Desaparecían sus calles,
cubiertas por demolidos edificios, por fachadas rasgadas
como un paño viejo de lino. No quedaban en pie palacios ni
templos, ni cuadras ni graneros, y hasta las sólidas
murallas caían despedazadas en dados, como azucarillos. El
Nilo mudó su aspecto vistiéndose con el negro de las cenizas
y con el rojo de las sangres.
Los espectros de Cleopatra y Marco Antonio se daban la mano
y huían.
Al extremo de la bahía, a un lado del puerto, también el
faro, en sus más de cien metros, se tambaleaba. Parecía que
su fuerte base, que todo su cuerpo, construido como la torre
de Babel, se aflojaba sin el más mínimo respeto a su
solidez. Los bloques de mármol no eran garantía de nada. El
fuego de su boca circular, que algunos creyeron eterno, dejó
de ser luz para los mares y guía de marineros, apagándose al
recibir el primer soplo del huracán,
En lo alto, el siempre altivo, el colosal farero, aquél que
nunca humilló su cabeza, el de cuerpo pétreo y actitud
serena, también temió. Inclinó el rostro buscando con su
mano la espada ceñida al cinto, y vio la tierra y la ciudad
y el agua y el fuego y también a unos seres diminutos que
despavoridos corrían sin meta, sin rumbo, de acá para allá,
de allá para acá, atropellándose, empujándose, ganándose la
posición para volver a cederla, pisoteados por sus ganados,
perdiendo los fardos liados con prisa. Y el faro seguía
cediendo, y el farero, el coloso, alzó los brazos para
sujetarse en el viento, pero el viento le falló. Dobló las
rodillas clavándolas en el mármol de su pedestal y, mirando
al inmenso y lejano mar, gritó desesperadamente. Estaba
vencido, no tenía defensa ni encontraba argucias, se sentía
pequeño y derrotado por los vientos que en días de bonanza
refrescaban su cara, derrotado por la tierra que le tenía
encumbrado. Caería, como un muñeco, sobre los seres
diminutos que tanto le temían.
Entre olas y huracanes se rompieron las piedras de su torre,
soltaron sus ataduras los bloques de mármol, y colisionando,
unos contra otros, se precipitaban sobre el mar, abriendo
infinitos en sus aguas.
El coloso también cayó y fue golpeado por su trono y,
empujado y aplastado por él en la caída, entró en las aguas
y reposo en su fondo.
Había llenado su pulmón pétreo con el aire que pudo recoger
en su descenso y aguantó unos siglos sumergido. Soportó el
dolor de su cuerpo roto y rajado, de sus muñones sin sangre,
y contemplaba, llorando, sus miembros desprendidos, que
reposaban lejanos.
Los seres diminutos también sobrevivieron y construyeron de
nuevo una ciudad y rehicieron palacios y templos, cuadras y
graneros y hubo guerras en Egipto y luchas por la libertad y
aprendieron e investigaron y, al transcurrir de los siglos,
descubrieron los secretos y la vida del fondo de los mares,
y encontraron al coloso, roto, rajado, con lágrimas saladas
que provocaban mareas, sobreviviendo silencioso, solitario y
estéril. Fue emergido, arrastrado por la arena de las playas
de Alejandría y allí, vencido, boca abajo, con su inútil
espada envainada y adosada a la cadera originó una fiesta, y
una noticia, y un reportaje y los seres diminutos le
hicieron su rehén, le subyugaron, le utilizaron, pero para
ello hubo que recuperarle a la vida, a su vida de granito
frío y duradero, entonces entraron por sus heridas,
ascendieron por sus venas, taponaron las grietas, sellaron
para siempre los destrozos de aquél enorme cuerpo sin alma.
Le unieron los brazos con grapas de acero, en sus rodillas
clavaron prótesis de hierro negro y con granito, más nuevo,
construyeron su asiento.
Fue el triunfo de los seres diminutos, la victoria de los
supervivientes, y el coloso, el farero del mundo, ya para
siempre botín de una guerra que supieron contra nadie, de
una batalla perdida contra el viento, contra el movimiento
de las tierras y el crecer de las olas, perdida contra sí
mismos que se aplastaban para sobrevivir, que se empujaban a
los abismos de agua y fuego, de barro y sangre.
Habían pasado los siglos, y, el coloso, ya reconstruido, fue
coronado y nombrado tesoro de la humanidad, y trasladado y
expuesto por todos los pueblos, y admirado y fotografiado y
medido y comparado. Y la gente al cabo supo, y no antes, que
existió Alejandría y Cleopatra y el faro, y que el Nilo,
muchas veces, se tiñó de sangre y que Egipto guerreaba
contra Roma, para ganar su libertad.