Veinte años atrás había visto su primer mundial de fútbol en el
gangoso televisor empotrado en el mueble de madera que carcomido
por las polillas, demoraba minutos en encender luego de esa
hábil vuelta de perilla realizada por la mano de su abuelo.
Desde entonces se hizo hincha del equipo lejano que lucía la
ondeante camiseta que coincidía con el color de la bandera de su
maltrecho país. Siguió cada mundial con la ilusión de verlo
campeón en cada uno de ellos, sabía de memoria la alineación de
cada uno de los seleccionados del potente coloso en cada una de
las competiciones mundialistas, recitaba sus nombres de la misma
manera como se eleva una oración por alguien querido en un
funeral. Renovó su tesoro cada cuatro años en las páginas del
álbum donde aparecían las fotos de los jugadores de su selección
favorita. Tenía en su alcoba una réplica de la camiseta del
uniforme amado, marcada con el número 11.
Cuando recibió la convocatoria para asistir al encuentro
mundialista, la emoción de su alma se le volvió física. El sueño
de ver el equipo en la final era superior al de verse él y sus
compañeros en ella. Su desempeño en dos partidos del campeonato
fue crucial para que lo llamaran a estar en el juego decisivo.
Entrar a la cancha, encontrase de frente con quienes lucían el
uniforme amado y estrecharles la mano en señal de juego limpio
le hicieron olvidar por un segundo el peso del uniforme con el
que hoy él se adornaba. Cuando posaba para las fotografías un
flash le llevó a la retina el recuerdo de la mano de su abuelo
dando vuelta a la perilla que inició su fervor. El juego
transcurrió con la velocidad de las cámaras cuando repiten una
jugada en especial, pero él corrió por el largo y ancho de la
cancha mirando el esquivo balón y los conocidos jugadores
vestidos con la preciada camiseta con distintos colores de la
suya. Sudaba y se sentía como el día cuando hizo el amor con su
novia en las duchas del estadio luego de su primera aparición en
el fútbol profesional.
Sonrió cuando ese número once ondeó en la camiseta del jugador
de ese equipo, como el pabellón patrio cuando él tuvo el honor
de sostenerlo en el desfile de su escuela primaria. Observó como
el personaje salido de su álbum emprendía la carrera como
llamado a hacer historia, lo siguió al levantar el vuelo en
busca del encuentro con el balón, escuchó el silencio de los
espectadores que se levantaron de sus tribunas accionados por el
resorte de la jugada previa al gol. Estaba un paso delante de
ese fantasma que llevaba puesta la camiseta exhibida en su
alcoba y volteó la cara para ver vencido al arquero, cuando
tropezó con la visión del juez de línea levantando la bandera;
el gangoso silbato sonó, anulando el gol de la victoria que lo
llevaría a un clímax que no podría permitirse que lo delatara.
La tristeza le apretó su corazón pero no podía traicionar a sus
compañeros ni al uniforme que le ayudó a ponerse esa misma
mañana quien se lo quitó hace años esa sudorosa tarde en el
camerino. Por eso de la misma manera como se eleva una oración
por alguien querido en un funeral, había abierto su boca y
sonado con fortaleza el silbato que anulaba el gol, como su
compañero de línea le había indicado.