A decir verdad, la palabra belleza no es muy empleada por el
vulgo, que prefiere otros términos más modestos, como por
ejemplo bonito, bien parecido, bien plantado, hermoso, bordao,
chic, etc., si bien hay que especificar el uso en razón de su
intencionalidad. Como si perteneciera a un nivel literario,
belleza hace las delicias de los poetas rimadores, que la hacen
hermana de naturaleza, tristeza, reza... Y también de los
amantes metidos a cultos, que la cincelan en sus cartas amorosas
como si la amada fuese la monopolizadora de todo su contenido
semántico. Sin embargo, a pesar de la factura elegante y
poéticamente pomposa que se le quiere dar, belleza tiene un
origen humilde. Según Joan Corominas, procede del occitano
antiguo bel, y se empleaba en ambientes de cierta intimidad
familiar como una muestra de cariño, quizá ello debido a un
cruce con mellitus, que significa "dulce".
Si entramos en el aspecto social de ese término, veremos cómo
es, sin lugar a dudas, el que más obsesiona a la mujer, sobre
todo a la mujer joven. Ser bella para una fémina es una lotería
escandalosa. También es posible que más de un varón haya soñado
con lo que entendemos por ella en nuestro léxico cotidiano.
En tiempos como los nuestros en los que el físico manda en las
pasarelas y en los espacios televisivos dedicados a los
comentarios de índole estética, podríamos tomar como nuestra
aquella frase de R.W. Emerson, que decía: "La belleza no tiene
más razón de ser que a sí misma". Y vemos, realmente, cómo todo
se rinde ante una cara bonita, no importa la inteligencia, la
educación y la cultura que tenga la cabeza a la que sirve de
estupenda máscara. Bajo el todopoderoso influjo de la
cinematografía, en manos de la tiranía de la imagen, el guapo y
la guapa de turno son dueños de su destino en una crisis de
valores interiores (valores que, como la investigación y el
culto a la inteligencia en otras épocas han hecho posible esta
técnica de hoy, no lo olvidemos).
Si abrimos diccionarios de citas, nos las encontramos para todos
los gustos, por siempre se considerará la belleza -y la
hermosura como sinónimo- como la mejor carta de presentación que
tiene un individuo sea hombre o mujer. De todos los filósofos
contemporáneos ha sido Federico Nietzsche el que más ponderación
ha hecho en este asunto como. Véase su Ecce homo y comprobaremos
su inclinación ante la belleza física ("Un hombre bien
constituido beneficia a nuestra mirada"). Pero no nos
asombremos, pues, ya que Platón había hecho otro tanto cuando
observaba a la juventud ateniense.
La civilización cristiana propuso una nueva valoración
considerando la belleza fundamental como la del alma, o sea, las
llamadas virtudes. Tal vez algunos místicos y ascetas fueron
demasiado lejos hasta el punto de considerar la belleza física
como una tentación evitable, incluso como un ardid de la
naturaleza -caída, claro- para no remontarnos a las cosas del
espíritu.
Ninguno de los dos extremos: ni huida de la belleza ni rendición
estúpida ante ella. Pero aquí hemos de invocar el siempre
difícil equilibrio. Hoy nos resulta difícil dar una definición
que sea agradable y convincente para todos. Los relativismos de
la época nos ponen en estado de alerta y nos avisan de que hay
tantos criterios sobre el concepto de belleza como individuos
que lo emiten. Pero todo el mundo está de acuerdo en que hay un
rasgo universal que nos puede poner a todos bajo un común
denominador, y se trata de la impresión beneficiosa para
nuestros sentidos, que emana del objeto -o del sujeto-
presentado como indicativo de la belleza como tal. Lo "feo" y lo
"bello", o lo "bonito", en tono menor y coloquial. Todo el
mundo, por muy poca cultura que se tenga, con más o menos
puntería, acierta a dar una opinión sobre lo que ve. Sin
embargo, si nos metemos en el arte vanguardista el fenómeno
cambia, y ya no se trata de encontrar lo bello en sentido
tradicional, sino de lo que impacta.
Y es que el artista no pinta, esculpe, escribe o compone si no
ideas, como ya observó Ortega y Gasset en su famoso libro La
deshumanización del arte.